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5.18.2012

Jameson y la persistencia del marxismo (I)


Afirma Terry Eagleton en La estética como ideología que «en los debates contemporáneos en torno a la modernidad, el modernismo y la postmodernidad, el concepto de 'cultura' aparece una categoría clave para el análisis y la comprensión de la sociedad del capitalismo tardío»; además, concreta, ahora refiriéndose propiamente al campo de la estética, que «el legado de la tradición marxista de Lukács a Adorno confiere al arte un sorprendente privilegio teórico que, aparentemente, contrasta con su pensamiento de cuño materialista»[1].

            Estas dos líneas que señala Eagleton prefiguran la encrucijada en que se encuentra la teoría estética de tradición marxista, como la suya misma, o la de Fredric Jameson, que es la que aquí nos ocupa: de un lado, la imbricación fundamental de la reflexión sobre el arte con la consideración de la cultura como estructura significante y, en segundo lugar, las aporías propias de un pensamiento materialista que quiere comprender el fenómeno artístico como «privilegio teórico»; esto es, como enclave estratégico y no sometido a las necesidades e imperativos 'mundanos' desde el cual reflexionar y socavar el sistema mundial o, más concretamente, el capitalismo.

            Mientras que el segundo problema -que más genéricamente podemos llamar la cuestión de la autonomía del arte- nos ocupará a lo largo del texto como eje de reflexión, cabe -primero- hacer algunas consideraciones elementales sobre la red de conexiones que se establece entre arte y cultura.

            Para introducirnos en el atolladero nos serviremos del pensamiento de Jean Baudrillard, icono mediático del postmodernismo cultural, que encarna una de las posiciones teóricas que ha gozado de mayor repercusión en la segunda mitad del s.XX. Su reflexión, que nace en los círculos postestructuralistas, se caracteriza por definir todo fenómeno cultural como simulacro: el mapa ha substituido el territorio, las ficciones de una realidad simbólica son el único material con que podemos negociar. En este sentido, podemos considerar que el planteamiento de Baudrillard se levanta contra el marxismo tardío derivado de la escuela de Frankfurt, enfrentándose a las ideas de Adorno y Marcuse, en la medida que para ellos el papel del arte y, de la cultura en general, debía consistir en ser capaz de tomar distancia de la realidad, constituirse como algo otro, una racionalidad irreductible a la instrumental, que posibilitara, desde su esfera privilegiada, ejercer un papel crítico para con lo social.

            En otras palabras: la concepción de Baudrillard se erige contra el planteamiento adorniano de un arte enfático, conmensurable a la filosofía, que partiría de la estructura socio-económica y que, desde su autonomía, se volvería contra ella, denunciándola. Baudrillard vería en la dialéctica negativa un esquema 'criptoilustrado', heredado de Hegel y publicitado por Marx, que habría quedado invalidado por la crítica postestructuralista. Para el francés no hay posibilidad para el arte de instituirse como una esfera privilegiada: tras el 'fracaso' de las vanguardias, toda manifestación es simulacro, pues el juego ya no se da como relación dialécticomaterial sino como intercambio simbólico.

            El pensamiento de Baudrillard ha sido tachado despectivamente por la crítica como una 'disenyficación' de la ontología. Aún así, el proyecto se enmarca en el contexto cultural de la postmodernidad y la encarna como ningún otro: sus reflexiones presentan la estructuración social y económica de un capitalismo tardío que tiene en la economía de mercado su principal baza; en su pensamiento se dan cita también la idea de Debord de la sociedad como espectáculo[2] así como el carácter simulacral de una cultura que se ha erigido como garante de la pantalla global[3], dónde la representación (televisiva, internet, redes sociales) ha indiferenciado la esfera pública de la privada[4]. En la misma línea,  sostiene que la producción artística está -como avanzó Benjamin[5]- a merced de los medios de reproducción técnica y ahora, desde su misma producción, es indistinguible de estos. 

            En palabras de Jameson, el postmodernismo podría teorizarse «como el momento en el cual la antigua subjetividad -ahora por completo colectivizada- desaparece totalmente, de manera que la tensión que constituía el minimalismo de Beckett tanto como el período expresionista de Schönberg -el silencioso grito de dolor- se esfuma, dejando a la productividad y a la tecnología colectivas avanzadas libres para 'expresarse' nada más que a sí mismas: un proceso cuyo producto final ya no son más obras de arte sino mercancías»[6].
            La descripción, aunque vaga, caracteriza la coyuntura desde la cual debemos considerar el pensamiento de Fredric Jameson. Éste vuelve a planteamientos de base marxista[7] oponiéndose a la autocomplaciente fiesta de los simulacros baudrillardianos sin renunciar al  abanico de fenómenos que éste permite explicar. Jameson construye una teoría de la postmodernidad en su sentido más estricto[8]: lo postmoderno sería la exageración extrema de los postulados de la modernidad, «el realce máximo que, por exceso de acentuación, supone la conclusión, por ruptura, de aquello a lo que se refiere»[10].


            Para comprender el papel que el arte y la reflexión estética tienen para Jameson, debemos antes considerar como concibe el escritor norteamericano el postmodernismo. Las características principales de éste serían la sensación de agotamiento, la superficialidad; el carácter autoreflexivo; el debilitamiento de la historicidad; el abandono del manifiesto como formato con que dar a conocer sus propuestas; un subsuelo emocional totalmente nuevo; la relación con la tecnología; el ir en contra de la modernidad en el sentido de denunciar la racionalidad instrumental como modelo emblemático de proceder y, también, por abandonar la idea de progreso y los motivos básicos de la Ilustración.

            En el momento postmoderno del mercado universal, arte y teoría se ven abocados a operar desde el interior de la cultura de consumo. Esta tesis fundamental, que ya encontrábamos en Baudrillard, será la punta de lanza del pensamiento estético de Jameson: «si el arte o la cultura constituyeron en el pasado ámbitos desde los que se ejercía la reflexión crítica (algo evidente en el caso del modernismo y las vanguardias: en esencia movimientos reactivos frente a la entonces incipiente industria de consumo y al fetiche de la mercancía) en el capitalismo avanzado no hay un "afuera" desde el cual acometer esa tarea. [...] La "forma mercancía" es ahora la estructura ontológica a la que se somete el conjunto de lo existente»[11].

            Si bien Jameson afirma que la cuestión de la autonomía del arte era evidente en el modernismo y las vanguardias, quizá deba matizarse, puesto que la reflexión sobre la autonomía -propia de los movimientos de vanguardia- no es algo tan evidente, sino que se construye como paradoja. Si atendemos a la síntesis que realiza Peter Bürger en Teoría de la vanguardia, nos damos cuenta que «sólo un arte que se aparta completamente de la praxis vital (deteriorada), incluso por el contenido de sus obras, puede ser el eje sobre el que se pueda organizar una nueva praxis vital»[12]. Pero como reflexionó Marcuse, este papel es contradictorio: de un lado, el arte protesta contra un presente deteriorado, preparando la formación de un orden mejor. Del otro, y en esto consiste la paradoja, en la medida que prepara ese orden mejor en la apariencia de la ficción, descarga a la sociedad existente de la presión de la fuerzas que pretenden su transformación[13]. Este carácter contradictorio del momento "afirmativo" del arte -como lo etiquetaba Marcuse- lo encontraremos en Adorno, quien a partir de una estrategia dialéctica, defenderá una función "negativa" del arte.

            En suma, la reflexión de Jameson se erigirá como un ejercicio de gimnástica teórica que tiene por objetivo recuperar la posibilidad para el arte de constituir un enclave desde el cual presentar beligerancia al sistema económico y la ratio instrumental de éste, sin desatender el necesario carácter de mercancía de todo fenómeno artístico. Esto es: Jameson niega la posibilidad que postulara Adorno de una autonomía real del arte, de su carácter de afuera, de no identidad, pero asevera que esto no invalida por completo cierto papel político del arte. En este último punto, al recuperar Jameson la teoría marxista que profesara Adorno, coinciden ambos pensadores en recuperar la profética idea benjaminiana de la polititzación del arte[14]: de ahí el sentido de postular una estética geopolítica[15].

            El presente trabajo trata de reflexionar acerca de las relaciones que se establecen entre el arte y la cultura postmoderna, entre la teoría estética y el sistema económico: se trata de replantear la cuestión adorniana de la autonomía del arte, de la posibilidad de una distinción entre alta y baja cultura, la reformulación de los ideales vanguardistas de un aniquilante art pour l'art[16] enfrentado a l'art engagé, así como del carácter autoconsciente del postmodernismo que lo llevaría a una suerte de 'sacrifico paradójico' -en el sentido que le da Kierkegaard- que constituiría la asunción por parte del arte de su culpa (esto es, de su carácter de producto, de su 'forma mercancía) y su consecuente apertura al mundo, que tan bien encarna la literatura de David Foster Wallace.

            En otras palabras: este trabajo trata de explorar los pasajes interiores entre la teoría estética de Adorno y la estética geopolítica de Jameson en el contexto del carácter político del arte y la cultura y, en consecuencia, de la cuestión de la autonomía del arte. La hipótesis fundamental que se pone sobre la mesa es si, tal y como afirma Adorno, la única posibilidad de un arte político pasa por su asimilación a la teoría, a la filosofía, y su constitución como una racionalidad otra que esté desligada de los imperativos sociales, erigiéndose así como una esfera autónoma, o si bien, al contrario, como apunta Jameson, el arte puede constituirse como fenómeno político y crítico para con la sociedad sin la necesidad de evadirse de las condiciones materiales y económicas que lo hacen posible y lo explican, sin la necesidad, pues, de redimirse de su carácter de mercancía.



[1] Eagleton, T; La estética como ideología. Pág. 52.
[2] Una idea que a Jameson le gusta de repetir: «El espectáculo es el capital en tal grado de acumulación que ha devenido imagen» (Debord, G; La sociedad del espectáculo).
[3] Cfr. Lipovetsky y Serroy; La pantalla global.
[4] Cfr. Sibila, P; La intimidad como espectáculo.
[5] Cfr. Benjamin, W; La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
[6] Jameson, F; Marxismo tardío. Adorno y la persistencia de la dialéctica. Pág. 303.
[7] Sus planteamientos parten del pensamiento de Ernest Mandel y su principal obra El capitalismo tardío.
[8] Jameson distingue entre 'postmodernidad' y 'postmodernismo': el primer término se refiere a un período de tiempo concreto y el segundo designa un estilo, una pauta o tendencia que gobierna la ejecución y composición artística y cultural de una determinada época.
[10] Jameson, F; Reflexiones sobre la postmodernidad. Es de Sánchez Usanos. Pág. 15
[11] Jameson, F; Reflexiones sobre la postmodernidad. Págs. 29-30
[12] Bürger, P; Teoría de la vanguardia. Pág. 104.
[13] Ibídem. Pág. 104.
[14] «Este es el sentido de la estetización de la política que el fascismo propone. El comunismo le responde con la politización del arte» (Benjamin, W; La obra del arte en la época de su reproductibilidad técnica.)
[15] Cfr. Jameson, F; La estética geopolítica.
[16] Ver el epílogo de: Bejamin, W; La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica.

10.23.2011

La pregunta es: ¿crítica o hagiografía?


"Una conclusión a efectos prácticos: el discurso crítico
es en el fondo admirativo. Pensamos que a Naomi Klein
le gusta el mundo en que vive. Pensamos  que la crítica
es hagiografía. Pensamos que el discurso es irrelevante.»
Alberto Olmos, Ejército enemigo




  Era Peter Sloterdijk quién en su respuesta a Carta sobre el humanismo de Heidegger reivindicaba la escritura en su concepción humanista: entender el fenómeno literario -ya sea filosofía o ficción- como cartas a amigos, epístolas dirigidas a un receptor contemporáneo o futuro. En su condición epistolar la escritura deviene  un acto de complicidad, que presupone al otro y asume su estatuto de amigo. Así, por ejemplo, se tejieron dos obras principales del humanismo, como son Utopía de Thomas More y Elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam: escritos formidables de intenciones lúdicas, controvertidos por su oblicuidad y sentido de la ironía.
            El ejercicio irónico nace en esa misma pretendida fraternidad entre escritor y lector, pues parte de ese alambicado querer decir lo que se dice para que se entienda otra cosa; lo cual es en vano si el lector no es el adecuado, si la lectura no es la buscada. El juego literario y estético ya no consiste en la anquilosante dualidad ficción/realidad con su consiguiente juego de referencias simbólicas. En otras palabras: el texto se pliega sobre sí mismo en un juego especular.
«La ironía descubre debajo de las imágenes, y dentro de ellas, un vasto campo de juego intelectual, una vibrante atmósfera de hábitos fantásticos y raciocinantes que convierte a las cosas representadas en otros tantos símbolos de una realidad más significativa» reflexionaba Pavese en abril de 1941, y añadía: «para ironizar no es necesario bromear».
            La pregunta es: ¿qué hizo Shakespeare al escribir Hamlet sino poner al descubierto los engranajes de esta metodología? ¿qué sino pretendía Hamlet con su teatro grotesco, al confrontar trágicamente al rey usurpador con su culpa?
            Quizá tenga Sloterdijk razón al proclamar que esta forma de entender la literatura se haya perdido, que éste es su grado cero, confirmando a gran escala la mercantilización de la cultura tan preconizada por las facciones apocalípticas de esa misma cultura que están condenando. Arte subversivo es ahora una contradictio in terminis. Ésta es la principal enseñanza -si se puede hablar de contenido pedagógico alguno- que suscita o, mejor dicho, que nos lega Ejército enemigo.
            En su manierismo ideológico, la novela pone en tela de juicio la posibilidad de escapar de una forma u otra del status quo del capitalismo mediático. «La solidaridad ha fracasado» - se nos repite una y otra vez. Aunque no solamente la solidaridad ha fracasado, pues con ella también la cultura entera: el mercado -en su escalada hacía esa suerte de sociedades anarcocapitalistas a.k.a socialdemocracias- que tiene en la publicidad y internet sus principales bazas, se ha convertido en nuestro implacable leviatán bicéfalo. La intimidad, lejos de retroceder -como algunos han querido ver-, se ha visto entronizada como el centro gravitatorio de principales técnicas de mercado.
            Esta misma tesis la sostiene Illouz en sus conferencias Intimidades congeladas: «El yo privado nunca tuvo una representación tan pública ni estuvo tan ligado a los discursos y valores de las esferas económicas y política». Alberto Olmos pone al descubierto, a la vez que parodia, los mecanismos culturales que llevan la intimidad a un primer plano: aún riéndose de las consideraciones tremendistas de Baudrillard acerca de la realidad como simulacro, vemos como en su novela los personajes se diluyen en los signos que suponen sus propios discursos; ésto es, sus intimidades transformadas en objeto especular a partir de emails, diarios, sms, redes sociales...
"Well, can I drem, can't I?" - David Lynch
          
  Con la publicidad como sempiterno telón de fondo descubrimos que: «la guerra no se ha declarado. No hay bandos suficientes para contender. Sólo hay un bando, que se ejercita luchando contra sí mismo en un espejo mediático». El corolario inevitable es que no hay guerra posible, no hay indignación, no hay revuelta. Están sus imágenes, sus mensajes; o lo que viene a ser lo mismo: información caduca, el principal residuo de la espiral massmediática de nuestras sociedades de capitalismo avanzado. Tardocapitalistas. Hipermodernas. Líquidas. De nuestra cultura posmoderna, débil, afterpop. La cultura se dice de muchas maneras. Bulimia nominal, y diversión hasta morir.
            En cualquier caso, la pregunta es: ¿qué es la crítica sistemática sino una forma de apología? ¿son Bauman, Lipovetsky y tantos otros el ejército enemigo o son solamente la nefasta confirmación de la potencia omniabarcadora de la bestia metamórfica que pretenden contender?
            En Ejército enemigo todo empieza con una muerte y una carta. La pregunta es si la muerte es consecuencia de la crítica, y la carta su expiación. O si la carta está cargada con la culpa y la muerte es la crítica. O si la muerte era a causa de la culpa y la carta una crítica. La pregunta es quien lo pregunta y a quien lo pregunta.

           La pregunta es si Sloterdijk tenía razón y el pensamiento en su forma epistolar ha desaparecido. La pregunta es si la literatura ya no tiene la respuesta. La pregunta es si es posible la crítica, si es posible más allá de la hagiografía o si realmente el discurso es irrelevante. La pregunta es. Es si Ejército enemigo realmente consiste en una carta que, como el teatro de Hamlet, revela de forma oblicua que no todo está perdido; o si, en todo caso, esta carta es su acta de defunción. O si es ambas cosas.
La pregunta es si «saber la verdad no nos impide actuar como si no la supiéramos. Si la verdad es inútil y lo único útil es otra realidad».
Esa es la pregunta.