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2.08.2012

Notas sobre la subjetivización de la estética: una lectura gadameriana de Kant y Schiller. Última parte.

4. Conclusión: una lectura gadameriana de Kant y Schiller
Ahora estamos en condiciones de volver sobre la tesis de Gadamer que habíamos presentado en la introducción, así como de interpretarla a la luz de lo expuesto hasta aquí. Repitámosla: «en sus escritos estéticos Schiller transforma la subjetivización radical, con la que Kant había justificado transcendentalmente el juicio de gusto y su pretensión de validez general, convirtiéndola de presupuesto metódico en presupuesto de contenido».
            Gadamer -al presentar la subjetivización de la estética llevada a cabo por Kant- hace concordar el proyecto kantiano con la máxima hegeliana según la cual, en sí misma, la esencia de todo arte consiste en poner al hombre delante de sí mismo. En palabras de Gadamer: «desde ahora el arte podrá ser autónomo. Su tarea ya no será la representación de los ideales de la naturaleza, sino el encuentro del hombre consigo mismo en la naturaleza y en el mundo humano e histórico»[1].
            Esto se debe al carácter desinteresado del placer estético: hemos visto que en él no está en juego el conocimiento ni la libertad, sino solamente el reencuentro del hombre consigo mismo, el "sorprendente" descubrimiento de la adecuación de facultades y objetos en un libre juego. El juicio del gusto es ocasión para comprobar que la naturaleza actúa como si tuviera una finalidad: ésta es la punta de lanza de la argumentación kantiana, pues «en todos estos giros es el concepto de naturaleza el que representa el baremo de lo indiscutible»[2].
            Aquello que Gadamer critica es que Kant paga un precio demasiado alto para justificar el juicio estético, a saber: el significado cognitivo del arte. En tanto que a él le interesa recuperar la pregunta por la verdad del arte, considera inadmisible lo desinteresado del placer estético.
            No obstante, en cierto modo, al mantener Kant la naturaleza como potencia indiscutible, como titiritero del genio artístico y espacio por excelencia de la relación con lo sublime, la esfera artística no queda absolutamente desligada de un espacio de acceso a la verdad, de interacción con lo suprasensible. Por esta vía, y acorde a su voluntad conservadora de salvar la tradición, Gadamer conecta a Kant con la fuerza que tomará el concepto de genio en Schopenhauer y el Sturm und Drang: aún yendo en contra de la pretensión del pensador de Königsberg, esa concepción entroncará con un espacio de verdad y de conocimiento.
            Lo insostenible es el desplazamiento que hiciera Schiller: que el arte se oponga a la realidad como arte de la apariencia bella. «Desde el momento en que lo que acuña el concepto del arte es la oposición entre realidad y apariencia queda roto aquel marco abarcante que constituía la naturaleza. El arte se convierte en un punto de vista propio y funda una pretensión de domino propia y autónoma»[3].
            Vemos, entonces, que aquello que preocupa a Gadamer es el relegamiento de la determinación ontológica de lo estético al concepto de apariencia estética, pues esta categorización lo excluye de cualquier posible modelo cognoscitivo[4]. Así las cosas, la consciencia estética se constituiría como centro vivencial desde el cual se valora todo lo que vale como arte, a la vez que para ella el arte no forma parte del mundo[5].  A la «vivencia estética» se llegaría a través de un rendimiento abstractivo, que desgajaría aquello estético de todas sus implicaciones posibles (funciones religiosas, profanas, de conocimiento, etc.); a saber, de aquello no estético. Precisamente en esta exclusión consiste la distinción estética[6].
            La consecuencia es clara: «es en virtud de la "distinción estética" por la que la obra se hace perteneciente a la consciencia estética, aquélla pierde su lugar y el mundo en el que pertenece»[7]. A partir de aquí Gadamer abandonará su lectura crítica de Schiller, para empezar su propuesta, que pasará por negar la posibilidad de esa significatividad propia de la percepción: «la abstracción que produce lo "puramente estético" se cancela a sí misma»[8].
*
Es el mismo Gadamer quien traza una conexión entre una concepción estética de Schiller y la de Paul Valéry: en la medida que la verdad de la obra de arte no es acabable en sí misma, el resorte último  de la obra siempre descansará en el receptor. Lo que pretende Gadamer es desligar a Kant de esa concepción: «desde luego no puede remontarse a Kant el querer ver la unidad de construcción estética únicamente en su forma y por oposición de contenido»[9].
            En suma, lo que queremos poner de manifiesto, en forma de conclusión, es el hecho que Gadamer no yerra en su lectura de las diferencias que median entre Kant y Schiller. Una forma interesante de acercarnos a éste fenómeno es -como ya insinuamos en la introducción- a través de la concepción de Valéry y de las estéticas de la recepción.
            Por un lado, acabamos de ver como Gadamer traza una línea directa que va de Schiller a Valéry: los dos, al hacer de lo estético una vivencia autónoma, algo distinto de las formas cuotidianas de relacionarnos con el mundo, toda interpretación de la obra -toda manera de "terminarla"- es una cuestión meramente subjetiva, del receptor, que tiene potestad última y absoluta para hacer y decidir sobre aquella. Lo que se resalta no es la "recepción", sino la "producción". De ahí que Schiller, en contra de Kant, entronice el arte artístico y considere la belleza natural sólo en cuanto puede redefinir la natura como natura naturans, como sujeto autocreador.
            Las estéticas de la recepción -que tienen en Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser sus dos principales bazas- no se abocan a la arbitrariedad interpretativa de la que sí son susceptibles las propuestas de Schiller y Valéry: la estética de la recepción nace del pensamiento de Gadamer, y en este sentido, no convierte el arte en una cuestión meramente subjetiva, sino que trata de poner de manifiesto el papel de la recepción de la obra de arte, tanto a nivel sincrónico como diacrónico. Podemos ver que no cae en la propuesta arbitraria, por ejemplo, en la distinción de Iser entre "texto" y "obra": la obra es el conjunto de sentidos constituidos por el lector; pero, aun existiendo diferentes sentidos, no todos son posibles, puesto que toda lectura se basa en el texto considerado como pura potencialidad[10]. Para decirlo en otras palabras: el texto determina a la vez que infradetermina la obra.
            Es en esta coyuntura que podemos trazar la línia que va de Kant a la estética de la recepción, pues si bien la subjetivización de la estética es una etiqueta que pertenece a Kant, él solamente resalta el papel clave del receptor en el juego estético. Y aún teniendo en cuenta que su propuesta de validez universal subjetiva parece insostenible, al menos trata de mantener universalidad en el juicio. Schiller -como muy bien advierte Gadamer- convierte en presupuesto de contenido lo que en Kant tan sólo era presupuesto metódico; esto es, al querer objetivar una concepción subjetiva del arte a través de poner el acento en el aspecto de la producción más que en el de la recepción, Schiller pierde toda referencia al mundo.

            Si nos lo miramos des de la perspectiva de la autonomía del arte[11], tanto en Kant como Schiller se afirmaría está autonomía: para Kant, en tanto que el juicio estético ha de ser desinteresado, mientras que para Schiller lo es en la medida que la cuestión estética se reduce a apariencia estética. Por eso a Gadamer, debido a su conservadurismo -como bien ha señalado Peter Bürger-, le interesa reintroducir a Kant y Schiller en un tratamiento dialéctico.
             Aun con todo, aquello que hemos querido poner de manifiesto aquí es que la diferencia entre Kant y Schiller va más allá de la subjetivización y la autonomía: se centra, sobretodo, en el resorte último de la producción artística, lo cual permite la escisión entre una estética de la recepción "universalizable" y una estética de la recepción arbitrarista.


[1] Gadamer, H-G; Verdad y método. Pág. 83.
[2] Ibídem. Pág. 90.
[3] Ibídem. Pág. 122.
[4] Ibídem. Pág. 124.
[5] Ibídem. Pág. 125.
[6] Ibídem. Pág. 125.
[7] Ibídem. Pág. 128.
[8] Ibídem. Pág. 129.
[9] Ibídem. Pág. 133.
[10] Rothe, A; El papel del lector en la crítica alemana contemporánea. Pág. 23.
[11] Una interpretación ideológica de lo que suponía la autonomía del arte para Kant y Schiller la ofrece Bürger: «la autonomía del arte es una categoría de la sociedad burguesa. Permite describir la desvinculación del arte respecto a la vida práctica» (Bürger, P; Teoría de la vanguardía. Pág. 99)

2.02.2012

Notas sobre la subjetivización de la estética: una lectura gadameriana de Kant y Schiller. Primera parte.

1. Introducción: la subjetivización de la estética
Umberto Eco propone en Obra abierta (1962) un concepto de obra de arte que ya no consiste en un artefacto perfecto e inalterable, surgido de un desarrollo intelectual y abocada al mundo para que éste la contemple. Sustituye esta anquilosante concepción tradicional por una visión de la obra como suma de posibilidades de interpretación. De modo semejante, Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser desarrollaron -a la estela de la filosofía hermenéutica de Gadamer- la así llamada estética de la recepción, teoría que superaba el "new criticism" de la explicación inherente que proponía Leo Spitzer. Para esta nueva concepción de Jauss y Iser la cuestión no era ya saber según que reglas -históricas o ahistóricas- ha sido producido un texto, sino de qué manera y bajo qué condiciones se efectúa la recepción de un texto, especialmente en cuanto obra de arte[1].
            Antes que ellos, Paul Valéry consideraba la obra de arte como esencialmente inacabada, dejando todo el peso interpretativo en manos del receptor. La pregunta, entonces, es la que sigue: «si ha de ser verdad que la obra de arte no es acabable en sí misma, ¿con qué podría medirse la adecuación de su percepción y comprensión?»[2].

            Bien es cierto que la propuesta de Valéry no coincide con Eco, Jauss y Iser pues aunque todas resaltan el preeminente papel interpretativo del receptor en la obra de arte, el poeta francés -al convertir el lector en creador o culminador de la obra- apunta al nihilismo y la arbitrariedad pues para él, como apunta Gadamer, «una manera de comprender una construcción cualquiera nunca será menos legítima que otra. No existe ningún baremo de adecuación»[3].
            Un primer corolario inevitable a estas consideraciones: la subjetivización de la estética puede llevar a la disolución de la obra de arte si se concibe desde el nihilismo hermenéutico, transfiriendo al lector e intérprete los plenos poderes de la creación absoluta que el artista mismo no desea ejercer[4]. Para Gadamer -quien busca reavivar la cuestión de la verdad en la obra de arte y las ciencias humanas en general- esta comprensión arbitrarista es insostenible, y remonta su genealogía a la concepción de Schiller: éste haría de la experiencia estética algo distinto del conocimiento, del modo natural de relacionarnos con el mundo.
Ahora bien, si Schiller es el enemigo a tener en cuenta, Gadamer es consciente de que también debe lidiar con Kant: «La subjetivización de la estética por la crítica kantiana» es el título que Hans-Georg Gadamer da al capítulo 2 de Verdad y método (1960), donde se encargará de analizar y reorganizar las tesis kantianas de la Crítica del Juicio (1790).
            Aquello que aquí nos interesa es considerar -a la vista de la lectura gadameriana- la subjetivización de la estética que realizara Kant y la posterior concepción de Schiller. Si entendemos la estética de la recepción de Jauss y Iser o la propuesta de Eco como una subjetivización de la estética no arbitrarista, y tenemos en cuenta que éstas se inspiran en la teoría hermenéutica de Gadamer, debemos preguntarnos: ¿cómo ha sido posible esta deriva subjetivista de la estética? Si Gadamer quería arremeter contra la concepción de Schiller y algunas de las más importantes tesis kantianas, ¿por qué centrar parte de su análisis de Verdad y método a considerar estas tesis?

            Gianni Vattimo es taxativo al respecto: «es decisivo para aproximarse a la obra de arte lo que enseña Gadamer acerca de la experiencia estética como experiencia verdadera, que transforma a quien lo experimenta; y la cual, por lo tanto, no puede ser justificada por teorías que se siguen elaborando según el desinterés kantiano pensado en términos cada vez más descomprometidos de todo interés ontológico»[5].
            Parece que nos encontramos en una aporía, pues si Vattimo está en lo cierto, el tratamiento que Gadamer ofrece del pensamiento kantiano parece paradójico en relación a sus intenciones. Peter Bürger ofrece una respuesta tentativa: «como para Gadamer no se puede, en último término, cuestionar el valor de la tradición, tiene que apropiarse, mediante su comprensión, de aquellas tradiciones que rechaza, como en este caso la subjetivización de la estética en la herencia kantiana»[6]. La revalorización gadameriana de la tradición y la autoridad[7] lleva consigo la dificultad de tener que explicar la consciencia estética dominante (conformada por la institución del arte) -que consiste, básicamente, en el desplazamiento de las tesis transcendentales del kantismo a la visión sensible-objetivista de Schiller - para dejar sitio a una teoría del ser del arte[8].
En esta coyuntura podemos comprender las intenciones de Gadamer, pues se trata de recuperar para el arte la función que le otorgara Horacio: delectare y podesse. La obra de arte no ha de concebirse como mera apariencia -un espacio autónomo que se rige con sus propias leyes- sino que además del delectare, del placer desinteresado, la obra de arte no debe emanciparse de la realidad, manteniendo así su existencia parasitaria del ritual: de este modo puede emerger un espacio de verdad, fruto de su compromiso con el mundo, pues así la obra es susceptible de realizar su función de podesse, de educar por medio de esa verdad[9].
            Un segundo corolario: si la función del arte consiste también en educar, ¿no está en sintonía con la propuesta schilleriana? ¿Por qué a Gadamer le interesa reducir el valor del desinterés kantiano y, a su vez, no subscribe la educación estética de Schiller?
*
            Hasta ahora, si bien hemos enunciado que lo que aquí nos ocupa es considerar la subjetivización de la estética llevada a cabo por Kant y Schiller, tan sólo nos hemos ocupado de la lectura de Gadamer. Esta vía negativa para introducirnos a la cuestión no es gratuita: no es claro que la subjetivación de la estética sea tal en el pensamiento de Schiller, puesto que en Kallias su propósito es -desde una perspectiva transcendental- llevar los trazos básicos de la estética kantiana a una determinación sensible-objetiva, a un concepto objetivo de belleza.
            Aún así, si realmente Schiller devolviera la cuestión estética al objetivismo y dejara atrás el kantismo como un error fatal, ¿por qué Gadamer arremete contra su pensamiento? La justificación del rodeo retórico de esta introducción a través del pensamiento de Gadamer se debe, en primer lugar, al hecho que fue la lectura de Verdad y método la que inspiró la reflexión acerca de la subjetivización de la estética y, segundo, porque -como gustaba decir a Ortega y Gasset- la filosofía es como Jericó: se toma a base de darle vueltas.
            En suma, la hipótesis de trabajo que guiará el análisis, primero, de la Crítica del juicio de Kant, y de Kallias y las Cartas sobre la educación estética del hombre de Schiller, después, será considerar en qué sentido puede leerse la teoría estética de Schiller como una radicalización de la propuesta subjetivista que se destila de la crítica kantiana. Dicho de otro modo: analizar si, tal y como apunta Gadamer, «en sus escritos estéticos Schiller transforma la subjetivización radical, con la que Kant había justificado transcendentalmente el juicio de gusto y su pretensión de validez general, convirtiéndola de presupuesto metódico en presupuesto de contenido»[10]. No solamente está en juego la cuestión del juicio estético, sino también la de la autonomía del arte y de la consciencia estética como exigencia moral, reformulada «como imperativo: compórtate estéticamente»[11].
            Así las cosas, cabe considerar hasta qué punto Gadamer acierta o yerra en su lectura para entender el peso que el giro subjetivista ha tenido y tiene en la estética contemporánea, pues si bien es cierto lo que señala Bürger acerca de la necesidad gadameriana de recoger y revalorizar la tradición en una surte de dialéctica, no es menos cierto que en la propuesta de Gadamer -al situarse en la perspectiva heideggeriana y hacer de la comprensión un existenciario- la cuestión de la recepción no puede ser ajena a la ontología de la obra de arte.


[1] Rothe, A; El papel del lector en la crítica alemana contemporánea. Pág. 16.
[2] Gadamer, H-G; Verdad y método. Pág. 136.
[3] Ibídem. Pág. 136.
[4]  Ibídem. Pág. 136.
[5] Vattimo, G; Filosofía y poesía: dos aproximaciones a la verdad. Gedusa, Barcelona, 1999. Pág. 10.
[6] Bürger, P; Crítica de la estética idealista. Visor, Madrid, 1996. Pág. 20.
[7] Gadamer, H-G; Verdad y método. La cuestión de la revalorización de la tradición y la autoridad se centra en el capítulo 9, en el apartado "Rehabilitación de autoridad y tradición". Pág. 344.
[8] Bürger, P; Crítica de la estética de la estética idealista. Pág. 22.
[9] Bürger, P; Teoría de la vanguardia. Península, 1987, Barcelona. Pág. 94.
[10] Gadamer, H-G; Verdad y método. Pág. 121.
[11] Ibídem. Pág. 121.

12.25.2011

La gran resaca

«¿Cómo podría empezar este capítulo?
Les brindo unas cuantas variaciones,
para que puedan ustedes elegir
Vladimir Nabokov, Desesperación

Primera variación: entre la afirmación de Kafka que «un narrador no puede hablar sobre el hecho de narrar. O narra o calla, eso es todo» y la de Barthes, según la cual «lo que se cuenta es el contar» se halla un abismo que separa dos formas de entender la literatura.
Segunda variación: "entretener" no es una categoría estética. Véase la distinción entre agradable y bello. Si ustedes la revisten de lenguaje neomoderno, la adornan considerablemente con una teoría hermenéutica que sustraiga al concepto de su contexto, y la guarnecen con un populismo que apele a la indistinción entre alta y baja cultura  que la posmodernidad presuntamente trajo consigo, sustentando el esperpento teórico en un nihilismo estructural disfrazado de teoría de la recepción estética, el resultado es una muñeca hinchable ataviada de gran dama que sólo va a traer problemas. En otras palabras: acabaran ustedes como Wilt, el personaje de Tom Sharpe.  
Tercera variación: «A decir verdad, casi no podía recordar nada de lo que sucedió después que salté de la cama. Debió de ser un día como tantos otros. Hace tiempo me contaron un chiste: un hombre va al médico y éste le pide que le describa sus actividades diarias. El paciente empieza: "Me levanto, me lavo los dientes, vomito, me lavo la cara..". "¿Vomita cada día?", le interrumpe el médico. "¡Claro, doctor!", responde el paciente. "¿Usted no?". Pues ese hombre soy yo». (Los tipos duros no bailan, Norman Mailer)
Cuarta variación (y última): Wolfgang Iser distingue entre texto y obra. El texto es considerado como pura potencialidad, mientras que la obra es considerada como conjunto de sentidos constituidos por el lector a lo largo de la lectura. Así, la estructura de un texto no determina el sentido, sino únicamente el ritmo: de lo que se trata es de la proyección de sentido, la actualización constante de expectativas que permiten la comprensión.
            La búsqueda de unidad del sentido, ya sea en la parte o en el todo (véase circulo hermenéutico), puede darse en dos direcciones: como movimiento dinámico horizontal o como movimiento dinámico vertical. El primero -horizontal- comprende la sucesión de sentido provisional, es la génesis de una expectativa a partir de ese sentido latente; el segundo -el vertical- trata de constituir un sentido de orden superior sobre la base de unidad de sentidos inferiores.
La proyección de sentido, la revisión de las expectativas, lleva a la confirmación posterior o a la defraudación.
*
La gran resaca es aquella que provoca una constante defraudación de toda expectativa. Análogamente podemos entender la "novela negra" de Mailer, Vian y Pynchon como la gran resaca de la novela negra. Me explico.
            Lejos de disponer un relato bien estructurado que convoque una maraña de hechos ambiguos, personajes sombríos y ambientes lúgubres, acudiendo al decálogo básico de este género, no es que nuestros autores se olviden del hecho que la baza principal de esta literatura consiste en la ocultación y desocultación del sentido, la desviación continua de la trama, la refractación caleidoscópica que han de ofrecer los testimonios. La deformación es buscada, la negación de sentido y la defraudación son constantes y constitutivos.

            El punto de inflexión es la cuestión del narrador. Norman Mailer, como hemos visto en la tercera variación, se sirve en Los tipos duros no bailan de un narrador que despierta de su gran resaca, viéndose envuelto en un doble asesinato del cual no sabe ni tan sólo si él es el culpable. Adoptando el papel de narrador, actor, voyeur y comentarista, Tim Madden se lanza a resolver "el misterio".
            La subasta del lote 49 o Vicio propio de Pynchon están narrados por una tercera persona extradiegética, pero el papel de este narrador casi queda reducido a meras y extrañas acotaciones al diálogo del aparador de personajes que hacen acto de presencia en las narraciones. En Vicio propio es el detective privado Doc Sportello quien -en Los Ángeles de finales de los sesenta- persiguiendo a una antigua novia, que se prefigura como una suerte de femme fatale, se ve envuelto a un delirante trama que cristaliza el ecléctico imaginario de Pynchon:
«Ahora lo único que vemos son polis, la tele está saturada de mierdosas series de polis, que parecen tipos normales, que sólo quieren hacer su trabajo, gente corriente, que no suponen más amenaza para la libertad de nadie que un padre en una sitcom. Pues vale. Los espectadores están tan contentos con la pasma que ruegan que por favor los detengan. Adiós, Johnny Stacatto, bienvenido, Steve McGarret, y ya de paso, por favor, echa mi puerta abajo a patadas. Mientras tanto, aquí, en el mundo real, la mayoría de los sabuesos privados ni siquiera sacamos para pagar el alquiler».
No cambia mucho la cosa en Que se mueran los feos, de Boris Vian. Es narrada por un joven perfecto, un Pat Bateman virgen que quiere seguir siéndolo a toda costa. El primer capítulo (paradójica e irónicamente intitulado "Todo comienza con calma") empieza como sigue:
«Recibir un golpe en la cabeza, no es nada. Ser drogado dos veces seguidas en una misma noche, se puede aguantar...Pero salir a tomar el aire y encontrarse en una habitación desconocida, con una mujer, ambos como Dios nos trajo al mundo, ya se pasa un poco. En cuanto a lo que me sucedió después..Pero creo que será mejor que comience por el principio, por la primera noche. Una noche de verano, para ser exactos. La fecha importa poco
            Esta suerte de juegos narrativos, evidentemente, no son nuevos. No son éstos los primeros narradores de cuyas situaciones no quieren o no pueden acordarse. Lo que es, si no nuevo, al menos constitutivo de estas novelas es la frustración de expectativas, la cancelación de toda proyección de sentido. No se trata de entretener, de captivar el lector, de engancharle -esa palabra maldita- sino de confundirlo, extraviarlo hasta el hastío: negar toda reducción de la multiplicidad a la unidad, la perfecta antítesis de una estética racionalista a lo Baumgarten.

             El juego detectivesco deviene entonces un juego narrativo, la cuestión se desplaza -en un plano banal- hacia la afirmación de Barthes: se cuenta el contar. Lejos de un styling rebuscado, de pretenciosos marcos metanarrativos, la novela se concibe como una gran resaca, la metáfora más exacta para definir la desorientación, la superposición grotesca de escenarios narrativos, las confabulaciones sectarias y las conspiraciones pynchonianas, ya sean del sistema postal o de El colmillo dorado.
« -Seguramente es verdad -dijo Doc-, pero uno no siempre puede culpar a los zombis de su estado, no es como si hubiera asesores de orientación laboral que anduvieran por ahí diciendo: "Eh, chico, ¿te has planteado alguna vez tus oportunidades profesionales con los no muertos?"» (Vicio propio, Thomas Pynchon)