2.05.2012

Notas sobre la subjetivización de la estética: una lectura gadameriana de Kant y Schiller. Segunda parte.

2. Kant: el placer desinteresado como anatema estético
2.1 La Crítica del juicio y la cuestión del gusto
Nos encontramos en 1790. Como apunta Safranski: «la razón había levantado ya con Descartes su orgullosa cabeza; se había emancipado, hasta tal punto que incluso Dios tenía que justificarse ante su tribunal. Pero era la mathesis universalis, una razón calculadora y constructora (..) En efecto, Leibniz enseñó a su siglo a hacer cálculo con la infinito, apoyado por el genio del cálculo musical, Johann Sebastian Bach, que eleva la mathesis universalis a una oración sonora ante Dios»[1].
            Es Immanuel Kant (1724-1804) quien con sus dos primeras críticas (a la razón pura y a la razón práctica) había tratado de reconciliar esa razón de cabeza orgullosa      -que englobaba el racionalismo y el empirismo inglés (el cual, cabe decir, era también inevitablemente cartesiano)- con la libertad entendida como espacio suprasensible, concepción que prefiguraba la entronización filosófica del sujeto libre que realizaría el idealismo alemán.
            La Crítica del juicio, publicada en 1790, es reconocida por contener la teoría estética, pero no es una obra de estética. Si bien Baumgarten había inaugurado la disciplina sobre lo bello a partir de la articulación sistemática de las consideraciones estéticas que hiciera Leibniz, esta Crítica pretende salvar el abismo que se ha abierto entre la esfera de la razón pura y la de la razón práctica: «se ha abierto un abismo infranqueable entre la esfera del concepto de la naturaleza como lo sensible y la esfera del concepto de libertad como lo suprasensible, de tal modo que del primero al segundo (por medio del uso teórico de la razón) ningún tránsito es posible» (CJ, Introducción, §II).
            El salvoconducto que permitirá trazar un puente de una dimensión a la otra será la facultad de juzgar, entendida como la propiedad de pensar lo particular como contenido en lo universal. En este sentido, Kant distinguirá entre el juicio determinante y el juicio reflexionante: en el determinante lo dado es el universal, y el juicio subsume los particulares; en el reflexionante, lo dado es el particular, para el cual ha de encontrarse un universal.
            No ha de olvidarse que la perspectiva kantiana, en esta tercera Crítica, no deja de ser transcendental: entonces, cabe preguntarse por el principio a priori que hace posible el juicio. Puesto que en el juicio el entendimiento se mueve entre las leyes necesarias y los acontecimientos empíricos, debe regirse por leyes inductivas; pero claro está, éstas no pueden ser necesarias y universales. Entonces, Kant asevera que el principio a priori que hace posible el juicio es el principio de finalidad en la naturaleza: «como si un entendimiento (aunque no sea el nuestro) lo hubiese dado a nuestras facultades de conocer para hacer posible un sistema de la experiencia según leyes particulares de la naturaleza. Esto no significa que se tenga que admitir efectivamente un entendimiento como este» (CJ, Introducción, §IV).
            Como señala Eusebi Colomer, la facultad de juzgar no actúa determinantemente (no constituye nuevos objetos, pues este es el cometido del entendimiento) sino reflexionantemente; esto es, proyecta sobre los objetos ya constituidos por el entendimiento el principio a priori de finalidad y «con ello ya está dicho que la validez de este principio no es objetiva, sino subjetiva. El principio de finalidad no es constitutivo de la experiencia, como el de causalidad, sino regulativo y heurístico»[2].
            La facultad de juzgar permitirá la reconciliación de la esfera teórica y práctica en la medida que Kant establece una relación entre la facultad de juzgar y el sentimiento: mientras el uso del juicio determinante no despierta ningún eco afectivo, el juicio reflexionante -al no estar vinculado a una finalidad particular- engloba un uso teórico (unidad racional) y uno práctico (el bien moral). Cumple, entonces, las condiciones para despertar sentimiento de placer.
            Aparentemente, la cuestión estética es sólo ocasión paradigmática de este tipo de juicio: es por esto que Kant se ocupará del juicio del gusto. Para introducir la cuestión, podemos afirmar que el sentimiento inmediato de placer que se da en la aprehensión de la forma de un objeto en la intuición y la reflexión sobre su forma, induce al sujeto a declarar bello el objeto. Jèssica Jaques, en su introducción a la Crítica del juicio, nos avisa de no incurrir en la crítica de formalismo: el placer estético es placer en la aprehensión de la forma y en la reflexión; no es, ciertamente, un placer estrictamente intelectual, como tampoco estrictamente sensible[3].
            Esta aprehensión placentera, según Kant, nos permite sospechar la adecuación de las facultades al objeto y del objeto a las facultades, según el libre juego de estas facultades. De nuevo nos encontramos con un giro subjetivista: la finalidad estética será siempre subjetiva en la medida que la relación se da en términos de reflexión[4]. Este libre juego de las facultades está en la base de la comunicabilidad del juicio estético, que se definirá en términos de validez universal subjetiva.
            El problema sigue, entonces, a nivel transcendental: ¿cómo son posibles los juicios estéticos con valor universal? Para responder a ello, Kant propondrá reducir su teórica estética a cuatro tesis básicas, cuatro momentos del juicio del gusto:
            1) «lo bello es el objeto de un placer desinteresado» (CJ, I/1, §V)
            2) «lo bello es lo conocido sin conceptos como el objeto de un placer universal»   (CJ, I/1, §VI)
            3) «la belleza es la forma de la finalidad de un objeto, en cuanto ésta es    percibida sin la representación de un fin» (CJ, I/1, §XVII)
            4) «lo que es conocido sin concepto como objeto de una satisfacción necesaria»   (CJ, I/1, §XXII)
Con la primera tesis Kant alude a un placer meramente contemplativo, no utilitario (pues no depende de la apetición o el deseo): por eso mismo puede ser un placer compartido por varios sujetos en situaciones distintas. La segunda tesis se postula contra las tesis racionalistas (como la de Baumgarten) y se prefigura como una confirmación de la primera tesis, pues el conocimiento sin conceptos me permite ser "libre" ante la obra, expresa el no sé qué que todos por igual podemos sentir delante de ella.
            La tercera tesis es la que encarna la antinomia de la belleza como "finalidad sin fin". Aquí se hace patente que Kant está pensando primariamente en la belleza natural: percibir una finalidad sin un fin determinado es captar algo que es inteligible sin saber a qué idea corresponde. En otras palabras: es la expresión de la adecuación de objeto y facultades en el libre juego de éstas. La cuarta y última tesis afirma el valor de necesidad subjetiva del juicio estético, exigencia que se justificaría -en último término- en una disposición común de los sujetos, en la comunidad de facultades.
2.2 El placer desinteresado como anatema estético
En nuestra aproximación a Kant nos centraremos en el primer momento del juicio estético, pues creemos que en él está la base para la subjetivización de la estética. A diferencia de aquello bueno o de aquello agradable, el juicio del gusto es desinteresado: «contrariamente, el juicio del gusto es meramente contemplativo, es decir, es un juicio que, siendo indiferente a la existencia de un objeto, solamente liga su disposición al sentimiento de placer o displacer» (CJ, §V).
            La intersubjetividad y universalidad del juicio estético que se exige en la segunda tesis se basa también en el desinterés: el sujeto «no juzga simplemente para él, sino para cualquier persona, y habla de la belleza como si fuera una propiedad de las cosas» (CJ, §VII). Es precisamente porque no nos interesa, por el hecho de no estar determinado ni por la razón teórica ni por la práctica que todos los hombres podemos situarnos del mismo modo ante la belleza. Kant ha puesto las bases para una validez universal subjetiva, que -a diferencia de la necesidad teórica o la necesidad práctica- toma la forma de necesidad ejemplar: una necesidad subjetiva que se formula como si fuera objetiva.
            La tesis del desinterés está unida a la cuestión de la autonomía del arte, pues en la época de Kant la esfera del arte dejaba de estar ligada a una función religiosa o institucional, deviniendo así un espacio crítico, de libertad[5]: en la sociedad burguesa había una clara dialéctica que, de un lado, proclamaba la emancipación del individuo en su vida privada, mientras que, por el otro, se le negaba está libertad en la praxis social. Peter Bürger, en Teoría de la vanguardia, lo anuncia así: «la propuesta kantiana también coloca la libertad del arte frente a las violencias de la sociedad burguesa en formación. Lo estético se concibe como un ámbito ajeno al principio de máximo beneficio que domina sobre la totalidad de la vida»[6].
         El desinterés kantiano no debe malinterpretarse como la reducción del espacio artístico a una esfera recreativa, a la metamorfosis del arte en divertimento. Nietzsche así lo hizo, contraponiendo la consideración kantiana a la definición del arte de Stendhal como promesse de bonheur[7]. En Kant no sé da un desinterés por lo bello; es más, el interés es máximo, pues es en él que el hombre puede realizar efectivamente su humanidad (será Schiller quien posteriormente explorará esta vía): el pensador de Königsberg tan sólo se sirve del término desinterés para distinguir el placer estético del placer de aquello agradable, útil o bueno.

            En su Teoría estética (1969) Adorno discute paralelamente la cuestión del desinterés en Kant i en Freud[8]. Apunta, primero, a la definición kantiana de interés como «el agrado que encontramos en la representación de la existencia de un objeto» (CJ, §II) y considera que no está claro si se refiere al objeto tratado en la obra de arte o a la obra de arte misma: «el acento en la representación se sigue del enfoque subjetivista (..) de Kant, que en concordancia con la tradición racionalista (..) busca implícitamente la cualidad estética en el efecto de la obra de arte sobre su contemplador»[9].
            La crítica de Adorno se completará con una refutación de la tendencia a la objetividad o validez universal subjetiva a la que tiende Kant: «en ninguna obra de arte es esencial lo que cada uno tiene que ser de acuerdo con su concepto puro. La formalización, un acto de la razón subjetiva, arrincona el arte en ese ámbito meramente subjetivo y finalmente en la contingencia de la que Kant quería sacarlo»[10].
            Las dos objeciones de Adorno nos interesan en relación al proyecto de Schiller: si bien es discutible que la objetivación (a partir de la formalización en conceptos generales) sea tal cosa en Kant[11], Schiller sí caería en esta aporía, pues su determinación objetiva del arte pasa por -en un giro idealista- atribuir subjetividad al objeto (insistirá en el carácter productor del sujeto plasmado en la obra, y en el reconocimiento del sujeto en la obra). En este sentido, Schiller sería cómplice de convertir el desinterés kantiano en desinterés absoluto por la obra: lo estético se reduciría a un jugar del hombre consigo mismo, un placer solipsista que denunciará Gadamer bajo el nombre conciencia estética[12].

3. Schiller: del desinterés kantiano a la distinción estética
En la obra de Schiller se da un giro importante respecto a Kant: éste, al hablar del juicio del gusto, piensa primariamente en la belleza natural (aún así mezcla ejemplos del arte y de la naturaleza indistintamente). Una prueba de ello está en la cuestión del genio, que es definido por Kant como las reglas que la naturaleza da al sujeto creador. En este sentido, distinguimos entre un belleza pura (puramente formal, finalidad sin fin) y belleza adherente (del modo que se presenta en los objetos, en la experiencia).
            Schiller pasa a ocuparse del arte artístico, lo cual implica un desplazamiento hacía la belleza adherente. Esto será un problema en la medida que si Schiller quiere seguir a Kant en considerar el gusto como placer desinteresado, deberá aportar alguna solución a la mezcla de placer estético y placer intelectual que se da en los artefactos.
            De entrada, Schiller presenta su propuesta como radicalmente opuesta a la de Kant: busca una determinación sensible-objetiva de belleza, un concepto objetivo que se define no sólo como algo que se encuentra en el objeto bello, sino también en cuanto el sujeto experimenta -en su relación con el objeto bello o experiencia estética- una objetivación de su mismo ser[13]. En su crítica al subjetivismo kantiano, opone el carácter sensible, fenoménico, en el cual ha de fundamentarse la objetividad.

            El idealismo incipiente de Schiller aflora aquí: la objetividad ha de buscarse a partir de la referencia del fenómeno al sujeto; esto es, en la obra de arte hay una autoexposición o autorepresentación de la subjetividad. La supremacía de la belleza artística se justifica precisamente en que la forma del objeto artístico depende de la representación subjetiva; es en tanto que producida por un sujeto, formada por él, que la objetividad alude tanto al sujeto como al objeto y su relación.
            Así las cosas, Schiller puede afirmar que en la belleza adherente contiene una finalidad, responde aún a una razón teórica. Puede afirmarlo porque considera que está será superada y imbuida por la forma de la belleza: «la belleza se muestra justamente en todo su esplendor cuando supera la naturaleza lógica del objeto, y, ¿cómo no puede superarla si no encuentra ninguna resistencia? ¿Cómo puede dar su forma a una materia enteramente informe? Yo tengo cuando menos la convicción de que la belleza es sólo la forma de una forma»[14].
            Encontramos entonces una primera definición de belleza: como forma de una forma; esto es, como superación de la forma lógica por parte de la forma estética, fruto de la autoexposición del sujeto en la obra. No obstante, Schiller saltará de un concepto de belleza a otro en cuanto quiere caracterizar diversos aspectos relevantes de la producción estética. En primer lugar, Schiller mantiene la tesis kantiana del placer sin concepto, de modo que entiende la acción estética, la producción artística, en analogía a la acción libre: definirá la belleza como libertad en la apariencia[15].
            Mientras que en Kallias la cuestión de la belleza alude solamente al carácter fenoménico de los objetos, en las Cartas hablará de apariencia estética en cuanto esencia de la belleza artística: es el carácter propio de la obra de arte en cuanto forma de una forma. En la carta XXVI caracteriza la apariencia estética como «una apariencia que no pretenda substituir la realidad, ni necesite que la realidad la substituya. La apariencia estética no puede nunca resultar peligrosa para la verdad moral»[16]. Precisamente esto será lo que Gadamer reprochará a Schiller: que lo estético haga abstracción de la realidad, que se presenta como mera apariencia autónoma.
            La última definición de belleza que nos interesa es la que presenta para tratar la cuestión de la belleza natural. Afirmará que «un producto natural es bello si aparece libre en su conformidad con el arte»[17]. La cuestión, claro está, es ver què concepto de naturaleza está manejando: la asimila al concepto de natura naturans de Spinoza. Esto no debe sorprendernos en la medida que aquello que hacía bello un objeto era el carácter productivo del sujeto, la autoexposición de su propia subjetividad. Schiller no puede volver a la concepción kantiana y dar marcha atrás en su propósito: la belleza natural no puede ser sólo subjetiva. Aún así, si el sujeto no da sus propias reglas al objeto, con éste no podemos relacionarnos estéticamente, sino sólo teoréticamente: es tan sólo forma, requiere de un sujeto que forme esa forma para que pueda erigirse como apariencia estética.
            Por lo tanto, Schiller caracteriza la naturaleza como un sujeto autónomo que se da sus propias reglas, se produce a sí mismo. Así es como la belleza natural es referida a la subjetividad: la forma estética no es otra cosa que un producto de la consciencia, y el placer que experimentamos al contemplarla se debe a que el sujeto se reconoce en su propia acción. Se ha eliminado entonces el predomino de la belleza natural como expresión de la pura belleza que había en Kant.
            En suma, Schiller ha desplazado la primacía del placer desinteresado que había en Kant hacía una objetivación de la estética en la obra de arte: ya no se trata del libre juego de las facultades en la contemplación (lo bello considerado desde la perspectiva de la recepción) sino del carácter productivo del sujeto; se trata de la capacidad de tratar los objetos, de darles forma, de un modo tal que esta se eleve por encima de la materia como pura apariencia. El libre juego de las facultades ha devenido un impulso[18], y  el hombre ha pasado de recibir placer desinteresado en ese juego, a requerir de una educación para ese juego[19].
            La palmaria certeza de ese desplazamiento se confirma en la novena carta: «el arte, como la ciencia, está libre de todo lo que es positivo y de todo lo establecido por las convenciones humanas, y ambos gozan de absoluta inmunidad»[20]. Lo estético deviene impermeable y distinto del mundo.


[1] Safranski, R; Schiller o la invención del idealismo alemán, Tusquets, 2011, Barcelona. Pág. 56.
[2] Colomer, E; El pensamiento alemán de Kant a Heidegger. Herder, 2002, Barcelona.
[3] Kant, I; Crítica de la facultat de jutjar, Edicions 62, 2004, Barcelona. Pág. 23.
[4] «Cuando la simple aprehensión de la forma de un objeto de la intuición, sin relacionarla con un concepto de conocimiento determinado, va unido un placer, es por eso que la representación es referida, ya no al objeto, sino solamente al sujeto, y el placer no puede expresar nada más que la acomodación de aquel con las facultades de conocer» (CJ, Segunda introducción, §VII)
[5] Esta cuestión es la que preocupará a Gadamer: Schiller ahondará en la distinción, separando el arte del mundo como mera apariencia, como forma formada, para que este pueda ser un espacio de libertad para el hombre, radicalizando así la tesis del desinterés kantiano.
[6] Bürger, P; Teoría de la vanguardia, Península, 1987, Barcelona. Pág. 94.
[7] Marcuse, H; Acerca del carácter afirmativo de la cultura dentro de Cultura y sociedad, Sur, 1968, Buenos Aires.
[8] Adorno, T; Teoría estética, Akal, Madrid, 2011. Adorno apunta que lee a Kant en relación a Freud porque «ambos se orientan subjetivamente entre el enfoque negativo y el enfoque positivo de la facultad de apetecer. Para ambos, la obra de arte existe propiamente sólo en relación con la persona que la produce». Pág. 22.
[9] Ibídem. Pág. 21.
[10] Ibídem. Pág. 222.
[11] «no es posible ningún principio objetivo del gusto» (CJ, §43).  Es cierto que las consideraciones de Kant -acerca de la validez intersubjetiva del juicio del gusto basada en él como si y en el libre juego de las facultades- son un tanto pantanosas. Aún así, acusarlo -como hace Adorno- de caer simple y llanamente en la voluntad de objetivismo, nos parece obviar en demasía toda la carga teórica del pensamiento crítico de Kant.
[12] «Para ella [la consciencia estética] la obra de arte no pertenece a su mundo, sino que a la inversa es la consciencia estética la que constituye el centro vivencial desde el cual se valora todo lo que vale como arte» (Gadamer, H-G; Verdad y método. Pág. 125).
[13] Schiller, F; Kallias. Cartas sobre la educación estética del hombre. Anthropos, Barcelona, 1990. Introducción de Jaime Feijoó (pág. XXXII).
[14] Ibídem. Pág. 7.
[15] «dado que no puede ser libre nada más que lo suprasensible y que la libertad como tal no puede caer nunca en el terreno de los sentidos, en resumen, ya que aquí lo único que importa es que un objeto aparezca libre, y no que lo sea realmente, así pues, esta analogía de un objeto con la forma de la razón práctica no es libertad de hecho, sino sólo libertad en la apariencia, autonomía en la apariencia» (Schiller, F; Kallias. Pág. 19).
[16] Ibídem. Pág. 355.
[17] Ibídem. Pág. 89.
[18] Schiller substituye el libre juego de las facultades por la teoría de los impulsos de Fichte, la cual proponía -a partir del concepto de acción o determinación recíproca- coordinar y subordinar a la vez dos actividades. En este sentido, en Schiller el impulso de juego es el principio de acción de la belleza, que engloba en un movimiento dialéctico la facultad sensible y la facultad racional.
[19] «es conocido que de la idea primera de una educación a través del arte se acaba pasando a una educación para el arte» (Gadamer, H-G; Verdad y método. Pág. 122).
[20] Schiller, F; Kallias. Cartas sobre la educación estética del hombre. Pág. 171.

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