4.28.2012

Inmigración, ciudadanía y democracia (II)


En el primer caso, la argumentación de Campillo en Ciudadanía y extranjería en la sociedad global pasa por la consideración del ser humano como homo viator: para él, el hombre sería un animal esencialmente inmigrante. En este sentido, el elemento problemático residiría en el mito de la autoctonía, en el vículo atávico entre tierra y sangre, el mito de la pertinencia a una comunidad étnica: «se postuló que la comunidad política ideal debía ser completamente autárquica o soberana, esto es, debía autoafirmarse mediante la separación física, la diferenciación simbólica, el parentesco endogámico, la autosuficiencia económica y el conflicto bélico con las demás comunidades "extranjeras"».

            Por lo tanto, para Campillo, aquello que vehicula la cuestión es finalmente la idea de Estado-nación: mientras este sigua siendo el mecanismo de reconocimiento social y legal, que llevaría a distinguir entre ciudadanos y no ciudadanos, no se podría hablar propiamente de democracia, sino de democracia restringida al estamento superior. Esto es así porqué Campillo entiende la democracia como «el único régimen político en el que todos los miembros de la comunidad se reconocen unos a otros los mismos derechos, participan por igual en el gobierno de los asuntos públicos y regulan esos derechos y esa participación por medio de leyes que son acordadas entre todos y que también obligan a todos».


            En este sentido, Campillo confiere continuidad a la tesis de Eagleton según la cual los márgenes no son sólo una cuestión de minorías, cuestión -en último término- de inmigrantes, sino que se extendería a la diferenciación entre un estamento superior y una de inferior, haciendo que, de ese modo, el concepto de ciudadanía sea inestable en esencia, puesto siempre al servicio del estamento superior. En la misma línea, lo que hará Zamora es -a partir del instrumental conceptual que le ofrece el pensamiento de Agamben- hacer extensiva esta crítica y ver como en el Estado hay mecanismos de poder que, justificados por la excepcionalidad de una situación (por ejemplo, la inmigración), son ejercidos a ciertos sectores de la población. El punto fundamental es observar la contingencia que radica en el hecho que se aplique a unos sectores de la población y no en otros y, por lo tanto, que esto pueda cambiar: se trata de de denunciar -en la línea de Campillo- que el problema radica en los conceptos de "ciudadanía" y "democracia".

            Así las cosas, en una suerte de primer corolario, podemos afirmar que el pósito de las consideraciones de Zamora y Campillo redundan en la idea de abordar el trabajo de redefinición de los conceptos de "ciudadanía" y "democracia", conceptos donde hay imbricado el problema de la inmigración. No obstante, cabe preguntarse si es posible encargarse de reformular estos conceptos sin haber de replantear, anteriormente, conceptos más fundamentales como el de "hombre" o "persona". Esta pregunta es la que autores realizan autores como Agamben y Esposito. Este es el motivo por el cual se retrotraen a un trabajo conceptual que tiene por objetivo hacer emerger las implicaciones inherentes a estos conceptos. En otras palabras: poner al descubierto "el lenguaje que habla" en estos términos clave del pensamiento occidental.

            En el caso de Esposito, en Tercera persona. Política de la vida y la filosofía de lo impersonal, después de reflexionar sobre el concepto de "persona", acaba concluyendo que éste es obsoleto e inadecuado, en la medida que si nos servimos de la idea de persona acabamos haciendo una distinción ontológica entre una vida esencialmente digna y una que no: hablar de personas implica, necesariamente, postular la existencia de no personas. La idea es, según Esposito, tender hacia un modelo de impersonalidad que vendría vehiculado a partir del pensamiento de Weil, Blanchot, Foucault y Deleuze.
No obstante, lo que ahora nos interesa es ver que -tal y como señala Eagleton- nos encontramos en un cul de sac: de un lado, hemos visto como el problema de la inmigración y, más generalmente, el de la ciudadanía, dependían del reconocimiento social, de la creación de una identidad cultural y legal, la cual cosa, a su vez, dependía fundamentalmente de la construcción conceptual; pero, si seguimos a Esposito y Agamben en su intento de dinamitar la exclusión social desde la deconstrucción conceptual, tendiendo hacia un modelo de impersonalidad, nos encontramos con el ideal deleuziano de impersonalidad y nomadismo. Es este círculo vicioso el que Eagleton ponía de manifiesto y que ahora reencontramos en su forma más elaborada.

            Bien es cierto que se podría objetar que el círculo no es propiamente vicioso, que la exaltación que se hace de, por ejemplo, la figura del apátrida en el pensamiento de Deleuze no se corresponde con la figura del marginado social, sino que se piensa como ideal de vida desnormativiado. Es evidente, aun así, que el modelo de impersonalidad es difícilmente conjugable con la praxis.

            Lo que Eagleton está poniendo encima de la mesa es el prejuicio posmoderno contra todo discurso ideológico que apeste a "gran relato". En otras palabras: está buscando un soporte arquimediano, un término medio aristotélico, desde el cual repensar la cuestión. No toda autoridad ha de ser sospechosa por naturaleza, la normatividad no es siempre restrictiva: «sólo un intelectual sometido a una sobredosis de abstracción sería lo bastante estúpido para imaginar que todo lo que doblega una norma es políticamente radical».

            Parece que Eagleton trata de evitar la esclerotización de la reflexión política en la deconstrucción conceptual: no quiere acabar afirmando -como Leo Strauss al ver la conversión de la filosofía política en reflexión metaética- que la filosofía política ha desaparecido. En este sentido, Campillo acertaría al acercarse al problema de la inmigración desde la relación entre los conceptos de "ciudadanía" y "democracia", planteando el problema desde el contexto del Estado-nación, que es la tecnología que permite la articulación entre Estado e individuo.

            En suma: lo que se ha querido resaltar es como la intuición de Delgado de abordar "el inmigrante" como construcción social, como "personaje conceptual", es relevante en la medida que sienta las bases para la extensión del problema a conceptos más generales, a la manera de Campillo y Zamora. Aún así, hemos recorrido a la noción de "reconocimiento social" -en un sentido amplio- porqué el desarrollo de la identidad personal de un sujeto está ligada a la presuposición de determinados actos de reconocimiento por parte de otros sujetos, de manera tal que nos permite reseguir la argumentación de Campillo cuando reconstruye la relación entre inmigrante y Estado-nación. Finalmente, hemos recorrido sistemáticamente a Eagleton como contrapunto, en la medida que nos confería una suerte de término medio aristotélico a la reflexión, con tal de no caer en un pensamiento histriónico y ensimismado.

Por esa misma razón se ha iniciado la reflexión con la irónica invectiva de Eagleton contra Deleuze, al parafrasear a Groucho Marx con eso de «¿quién querría estar incluido, en todo caso, en este montaje?» con tal de avisar sobre el riesgo de caer en divagaciones metafísicas que exalten el papel del apátrida cuando, como también afirma Eagleton, «los márgenes pueden ser lugares insoportablemente dolorosos de habitar, y existen pocas tareas más honrosas para los estudiosos de la cultura que contribuir a crear un espacio en el que los despreciados y los ignorados puedan encontrar una voz propia».

4.13.2012

Inmigración, ciudadanía y democracia (I)


Terry Eagleton, en Después de la teoría, reflexiona sobre los mecanismos de exclusión e inclusión de una sociedad, lanzando una irónica invectiva contra aquel pensamiento que aborda el fenómeno de la inmigración reivindicando la marginalidad como enclave estratégico desde el cual presentar resistencia y socavar el sistema: se pregunta, con Groucho Marx, «¿quién querría estar incluido, en todo caso, en este montaje?». La retórica de Eagleton carga sus tintas contra aquello que él, a grandes rasgos, llama "la teoría", término con el cual se refiere al pensamiento filosófico y al movimiento cultural que va de los años 60 franceses y la contracultura americana hasta el triunfo, ya a finales de los 70 y principios de los 80, del pensamiento neoliberal. Al parafrasear a Groucho Marx, lo que se está poniendo en cuestión es la reivindicación que "la teoría" hace de la marginalidad, del nomadismo, de la no identidad o de los umbrales de una sociedad.
            Podemos identificar claramente los pensadores que hacen de sparring de Eagleton: los nombres de Deleuze, Foucault, Derrida, Barthes o Blanchot están detrás de algunos de los términos contra los que Eagleton arremete. Aquello que les critica es que «si la marginalidad es un lugar tan fértil y subversivo como los pensadores posmodernos parecen sugerir, ¿por qué iban a abolirla?». Aquí está operando de fondo el marxismo de Eagleton, lo cual le lleva a extender el argumento: para él, el problema es que seguimos pensando en los márgenes de una sociedad como minorías. Aun así, en los márgenes no encontramos solamente a inmigrantes, sino a todos aquellos que, de una forma u otra, son reconocidos como el Otro. Para Eagleton el culto de la diferencia, del exilio o del inmigrante como referentes de libertad y movilidad sigue manteniendo la oposición binaria, excluyente, que iría contra aquello mismo que pretendidamente se defiende.

            Es posible, en este contexto, trazar una conexión entre identidad y marginalidad: el problema de la inmigración no sería una cuestión aislada, de minorías, propia del fenómeno migratorio y que se circunscriba a este, sino que -más generalmente- hace referencia a un problema de reconocimiento social. Manuel Delgado, en su artículo ¿Quién puede ser "inmigrante" en la ciudad?, parece propiciar esta interpretación: se ocupa del inmigrante como construcción social, imaginaria, de realidad ectoplasmática. Esto, como avisa, no es una forma de devaluar la envergadura del problema, de menospreciarlo a base de conceptualizarlo: al contrario, al ser una ficción que puede encarnarse en diferentes actores sociales, implica que se intensifique su realidad.

            Delgado se está sirviendo de la idea de Deleuze de "personaje conceptual": inmigrante no es aquel individuo sometido a ciertos avatares biográficos, sino que es una categoría -un concepto identificante- que señala a ciertos individuos, estigmatizándolos y incluyéndolos al sistema matizadamente[1]. En este sentido, cabe retornar a las palabras de Eagleton, quien afirma que «el capitalismo es un credo impecablemente incluyente: no le importa a quién explota. Es admirablemente igualitario en su buena disposición para menospreciar sin más a cualquiera. Está dispuesto a codearse con cualquier antigua víctima, por poco apetecible que sea».

            Por lo tanto, no podemos afirmar que el inmigrante sea alguien que no está incluido en el sistema o, más bien, en el territorio (Estado-nación); no es nadie a quien se deje fuera. Acertadamente, Delgado señala que es un mecanismo que funciona en el imaginario social y que, a la práctica, se traduce en técnicas biopolíticas de exclusión inclusiva: el inmigrante, como figura imaginaria, es algo que se excluye, que se repudia, pero, en tanto que fuerza de trabajo -en tanto que material maleable- es incluido.


            Entonces, es posible entrever como la definición conceptual del inmigrante -en lo que llamaremos reconocimiento social- se juega su estatus legal, sus derechos y sus libertades. Hablar del inmigrante imaginario no es una cuestión de academicismo, de filisteismo ilustrado. En este sentido, podemos remitirnos a las palabras de Isaiah Berlin, quien -en su célebre Dos conceptos de libertad- pone de manifiesto la relación existente entre libertad y reconocimiento social, afirmando que «basta con manipular la definición de hombre y podrá hacerse con la libertad de aquel lo que el manipulador quiera».

            Hechas estas consideraciones, podemos volver a la reivindicación de Eagleton según la cual uno de los problemas que tenía el pensamiento postmoderno de los 60 era seguir considerando los márgenes de la sociedad como minorías: el espíritu marxista del inglés lo lleva a reivindicar que en los márgenes de la sociedad no encontramos solamente a inmigrantes, sino también a ciertos ciudadanos -los trabajadores, "la clase obrera"- que no son precisamente pocos. Así las cosas, aquí no nos interesa tanto discutir sobre qué individuos formarían parte o no de los márgenes, sino ver -con Delgado y Berlin- que no hay una diferencia esencial entre inmigrantes y autóctonos, que no es -como apunta Eagleton- una cuestión binaria entre el Mismo y el Otro, sino un espectro de matices construido humanamente, que depende del aparato conceptual, de los mecanismos de jerarquización social, de definiciones consensuadas.

            Si nuestro punto de vista se centra en el reconocimiento social como fenómeno performativo de creación de identidad, que vincula la categorización social con la praxis, con la determinación efectiva de derechos y libertades, entonces, es más comprensible el paso que autores como Antonio Campillo y José Antonio Zamora; un paso que consiste en extender la reflexión sobre la inmigración a los conceptos de "ciudadanía" y "democracia".



[1] El inmigrante es visto como una figura que está atrapada en el ritual de paso, y queda conformado en el imaginario social bajo características negativas que lo estigmatizan: es visto como extranjero, intruso, pobre, inferior culturalmente, numéricamente excesivo y como peligroso.

4.03.2012

La puta de Mensa: el vago erotismo de la cultura


Si queremos reflexionar brevemente sobre la relación entre lo que podríamos llamar cultura ideal y cultura reificada en la narrativa contemporánea, debemos no sólo hacer crítica literaria sino acercarnos a aquello que Eagleton etiqueta, no sin sorna, como "la teoría". Para ello debemos -claro está- empezar y terminar con las altas palabras del academicismo (o de las pocas ruinas que de ello quedan) porque, como decía Macedonio Fernández, no hemos venido preparados para improvisar.



1.

Lo que en un plano cotidiano se ha dado en llamar bovarysmo se define como una falta de reacción individual que lleva a obedecer a una sugestión del medio exterior, reacción que presupone, como es evidente, una falta de autosugestión. Este ejercicio mimético, la imitación de un deseo imaginario, situado en un tercero, es lo que René Girard estudia en Mentira romántica y verdad novelesca. Lo cierto es que a Girard le interesa la intersección de la literatura y la sociología: tomando como modelo la gran literatura de Cervantes, Proust, Stendhal y Dostoievsky, construye una teoría del deseo triangular, basado en la figura del mediador del deseo.

            Una afirmación fundamental que aparece en los primeros compases del estudio es la siguiente tesis: el mediador es imaginario, la mediación no. Por lo tanto, la reflexión de Girard girará en torno el concepto de mediación, el cual vendrá definido por la distancia que separa al modelo y su epígono. La mediación tomará, pues, muchas formas distintas y, en cierto modo, puede afirmarse que hay una gran corriente literaria -que por su dispersión y su obvia heterogeneidad no pueden ser reducidos a una corriente concreta (¿alguien dijo novela psicológica?)- que construye la narración encima de la distancia entre imitador y imitado, y explotan los rasgos concretos de la mediación que emerge.

2.

Si bien hay innombrables ejemplos clásicos más allá de los que se ocupa Girard, es possible ver como la relación de mediación se reformula en la narrativa contemporánea como una forma de extrema mediación externa, partiendo de la más absoluta de las rupturas con el pasado: hay una acentuada consciencia del tiempo como elemento performativo, de su relevancia estética. Es la enseñanza que se destila de Las ruinas circulares, de Borges: todo tiempo presente -como toda pretendida acción futura- no son más que imágenes dependientes de un pasado recursivo, circular, aunque no a la manera del eterno retorno nietzscheno -que el mismo Borges se ocupa de refutar irónicamente en Historia de la eternidad- sino acentuando la transformación de sentido, la modificación del horizonte hermenéutico que implican las manecillas del reloj.
            El Don Quijote de Menard es mejor que el de Cervantes porqué Menard ha escrito después de Nietzsche y de los hermanos James. Por lo tanto, los dos textos no son aquí idénticos, por bien que sean iguales: no nos vale el principio leibniziano de la identidad de los indiscernibles. O si nos sirve, pero si y solamente si nos atenemos a la más ortodoxa de las interpretaciones del pensamiento de Leibniz: el tiempo sería reducido en la definición de las cosas mismas, formaría parte de la esencia de las mónadas. Siguiendo esta lógica, el Don Quijote de Menard y el de Cervantes no serían idénticos, pues efectivamente tendrían una realidad numéricamente distinta. Una intuición semejante es expresada por Deleuze de Diferencia y repetición: la repetición que Menard haría del Quijote no sería una generalidad, ni un pensar sobre lo mismo, sino un pensamiento distinto. Como aclara Foucault en esa suerte de epílogo que es Theatrum Philosopicum, «la repetición ya no sería el triste cabrilleo de lo idéntico, sino diferencia desplazada».

            Este excurso sobre el valor del tiempo como elemento performativo y estético cobra relevancia al comprobar que la forma de medicación externa -que Girard define como aquella en que la distancia entre imitador e imitado es suficiente como para que las dos esferas de posibilidades no entre en contacto- se radicaliza en la postmodernidad y paraliza el impulso del imitador a partir de la toma de consciencia del hiato esencial que separa los dos esferas. La claudicación, ya sea en forma de rebeldía o de pasivo pesimismo, es el anatema o axioma que toda forma de honestidad literaria debe aceptar como inevitable.

3.

El sueño romántico, la disolución o negación del papel del mediador, es tanto más imposible como más extrema es esta mediación: más obscena se vuelve una narración, que como Las ninfas de Umbral, parece requerir viagra para funcionar, pues el sueño romántico, la sublimidad baudelariana que trata de recuperar para la mediación del yo poético, se convierte en una figura de cartón pluma.

            Se trata de recuperar una modernidad que se vuelve deforme por anacrónica: bebiendo de un existencialismo de segunda fila -heideggerismo destilado e iconografía sartreana- Umbral construye el relato de un artista adolescente que busca la sublimidad sin interrupción anunciada en una cita de Baudelaire, busca la literatura epigramática en los contornos sinuosos de una muchacha. Pero entiéndaseme bien: Umbral yerra en no buscar la poesía de los contornos, como sí hiciera Cabrera Infante en ese carnaval multitudinario que es La Habana para un Infante difunto (suerte de autoficción, de transposición ¿sexual? de la infancia ¿poco freudiana? que reconstruye o deconstruye o subvierte en un juego infinito de relatos que describen muchas mujeres que son solo una, pero eso es otro tema).

4.

La constatación más brutal de lo que hemos llamado extrema mediación externa tendría su trasunto cómico en "La puta de Mensa", relato de Woody Allen en Sin plumas. Primero adviértase -de la mano de Eduardo Mendoza- que no por cómica es menos literatura, pues «si el humor es percibido por la comunidad de los hablantes como algo postizo a la realidad, es decir, como un mero aditamiento, y no como el contenido mismo de la realidad que se describe, los que escribimos obras de humor (a diferencia de obras "con humor"), tenemos que replantearnos nuestra función» .

            Así, lanzada la captatio, podemos seguir. El relato de Allen constituye una parodia del género policiaco: su protagonista, el detective privado Kaiser Lupowitz (quien protagoniza también otro cuento, "El gran jefe") se ve envuelto en una investigación que tiene por objetivo resolver un caso sobre prostitución intelectual. Maridos recién casados, padres de familia, solteros empedernidos, buscan satisfacer sus necesidades intelectuales con jóvenes chicas: así, éstas son enviadas a mantener conversaciones sobre Milton, Hawthorn o Melville. Unas necesidades que, por supuesto, sus mujeres y esposas no pueden satisfacer.

            Vislumbramos, entonces, hasta qué punto puede calar la ironía de Woody Allen: el viejo sueño romántico de buscar la cultura ideal en la vida disoluta y las mujeres y sus contornos, esto es, la sublimidad que Baudelaire encontraba en una qué pasa, los retorcidos sueños del poeta maldito, ya no pueden ser repetidos sin más, ya no es posible sin reconocer ese abismo fundamental. La caída de la modernidad no trajo consigo la desaparición de los grandes relatos y, con ellos, los ideales, sino que los reïfico. No hace falta doblarse a las profecías adornianas de una industria cultural avasalladora y definitivamente mortal, pero sí reconocer el carácter anacrónico de toda forma literaria que busque construirse sobre la base de la distancia externa, repitiendo lo que Girard llamó mentira romántica.