1.14.2012

DE HÉROES Y VILLANOS: UNA REIVINDICACIÓN


«No se atenga, pues, a ninguna regla [...] Usted, al fin y al cabo,
 es un plebeyo, fue una tontería por mi parte
 pensar que podría comportarse como un caballero»
Javier Tomeo

1. Los hechos a constatar
Siempre ha habido, hay, y habrá héroes y superhéroes, del mismo modo que también ha habido, hay y habrá siempre villanos y bandeados. Esto es un hecho, un factum -para decirlo con pedantería innecesaria-. En todos los campos, en todas las situaciones imaginables e inimaginables: siempre los habrá, unos y otros, opuestos a la vez que necesariamente unidos, pues unos son condición de posibilidad de los otros. Esto también es un factum. La conclusión, deducción lógica  y  corolario inevitable, es que en el mundo de la literatura -que es uno de los muchos campos posibles- ha habido, hay y habrá héroes y villanos.
            No pretendo aquí describir y escribir sobre la metafísica de los chanchullos editoriales, las promociones de autores y los círculos de amigotes, tantas veces anunciados y denunciados, en tantas ocasiones arrojados a la palestra pública que es internet: críticos y autores batiéndose patéticamente como gladiadores para obtener el aplauso del público, acusaciones de conspiraciones milenaristas para hacer de un héroe villano, autores -presuntamente- solitarios que se largan y se ocultan -presuntamente- del mundanal ruido para figurar -presuntamente- en la plantilla de los villanos, cuando en realidad su escapada es vista como heroicidad y su silencio proclamado a voces la banda sonora de su -presunta- nulidad pública.
            Pero vuelvo a mi tesis inicial: como en la ontología de Spinoza -donde el mal no es un problema sino un hecho y, por lo tanto, la teodicea no tiene lugar-, nuestro dualismo héroe/villano no requiere de más análisis que la mera constatación. Es por eso que con intención panfletaria prescindo de la crítica y me aboco a una reivindicación: Javier Tomeo.

2. Héroes de nuevo cuño y más etiquetas ridículamente publicitarias: Javier Tomeo, el Pynchon español
            Javier Tomeo es uno de los más grandes villanos de las letras españolas. Insisto: españolas. Que en el actual mundo literario español su obra no le sirva de égida y espada para obtener un lugar destacado en la crítica no es en ningún modo sorprendente. Sin embargo, lo es más el hecho que tampoco su reconocimiento internacional le haya ayudado, pues Tomeo es autor de culto más allá de nuestras fronteras, un héroe europeo: ni la avaricia de las grandes casas editoriales le salvó. Desconozco los motivos: tampoco ahora importan.

            Lo destacable es que en un aparador literario que va de los suplementos culturales a los blogs -crítica vertical y transversal- y se vanagloria aquí y allá de su radical postmodernidad, celebrando ininterrumpidamente la aparición de nuevas generaciones más extremadas y más deliciosas si cabe, a la vez que venera a los viejos dinosaurios norteamericanos (Pynchon&Co), casi nadie es capaz de reconocer una literatura que para nada se aleja de aquellos postulados estéticos que están defendiendo con alegría exultante. Creo tener que admitir, aunque me pese, que esto también es un hecho.
            La narrativa de Tomeo abre un espacio de delirio, que pone en suspenso la mayor parte de las leyes de la llamada genéricamente novela decimonónica (etiqueta con la que se dilapida todo libro que no se proponga ir más allá del mero contar una historia). Abre un espacio, decía, donde la realidad es crudamente representada, donde el humor es la baza principal. La metanarrativa, la creación de un universo diegético que prescinda de las leyes de la verosimilitud, los funambulismos técnicos, el surrealismo o la apuesta por el absurdo no son elementos ajenos a su obra, más bien al contrario: son construidos desde una inusitada voz propia, algo que la mayoría de vedettes literarias, esos superhéroes que corren en calzoncillos por las portadas de los suplementos y revistas, cambiarían por su fama, por su capa y su fotogénica figura.
             
3. De la incapacidad de usar  el paraguas como espada
Como el protagonista de 'El hotel de los pasos perdidos' -el primer relato de Cuentos perversos- Tomeo es capaz de pasar una vez y otra delante de nosotros, ataviado de los más estrambóticos disfraces solamente para echar unas risas, para reír a carcajada limpia de nuestra pobre cara de imbéciles. Nosotros -lectores y maleteros y recepcionistas del gran hotel- asistimos a un espectáculo inadvertido: ni tan sólo nos damos cuenta del hecho de estar contemplando un espectáculo. No tenemos ni la más remota de idea de que es el mismo autor quien ha puesto y dispuesto, quien se ha cruzado por recepción preguntando por sí mismo, preparando ya el terreno para su próximo número.
            Se diría de él, como se ha dicho -incomprensiblemente- de Borges, que su estilo es simple. Si por construcciones simples se entiende "oraciones que se ciñen al sujeto-verbo-predicado", y son más bien cortas, entonces el estilo de Tomeo es la simplicidad:
«Aquella primera tarde de primavera las dos nietecitas sonrosadas y azules pidieron a su abuelito que les contase un cuento de princesas subnormales. Las muy pícaras no dijeron princesas perversas, envidiosas o ambiciosas. Dijeron sólo princesas subnormales.» (Las nietecitas preguntonas)
O bien:
«Lo primero que vi al salir de la estación fue que las calles de aquella ciudad estaban llenas de sanguijuelas. Eran de color verde oscuro y tan largas y gruesas como el brazo de un hombre» (La ciudad de las sanguijuelas)
 Aunque nada más lejos de la realidad: si bien en sus cuentos o microrelatos la simplicidad puede estar al servicio de la sequedad y  la brutalidad, como en las citas anteriores, la mayor parte de las veces la apariencia de simplicidad se basa en un manierismo quirúrgico, en la disección o vivisección del significado para mostrar su esencia y reducir la oración a su más mínima expresión. Todo esto lejos del efectismo, de la voluntad minimalista, de la afectación: la llaneza y la fluidez son el espectro refractrado del trabajo técnico que opera en la construcción de cada línea.
            Esto es patente en la ingeniería narrativa que se perfila por debajo de la escritura de El castillo de la carta cifrada: una obra maestra, narrada en segunda persona, que se sitúa en una temporalidad inconcebible por la superposición de capas históricas contradictorias. La acción se reduce al hilarante monólogo de una suerte de señor feudal -medio asceta, medio libertino- que quiere acabar con su soledad mandando una indescifrable misiva a un congénere de dudosa existencia que habita un castillo cercano. El receptor del monólogo, Bautista, su grácilmente cojo lacayo, sólo es interpelado una y otra vez, y únicamente es capaz de responder con signos al torrente verbal de su amo:

«¿Qué nuevo sistema de gobierno y qué nuevo modelo de sociedad es capaz de ponerle un cascabel a la muerte? Está claro, Bautista: de nada sirve dar un cielo a los hombres, porque los hombres no han nacido con alas. Serán siempre ellos quienes, a solas con su propio yo, frente al espejo de sus consciencias, deberán solucionar sus problemas más auténticos. El eco de las charangas que llega hasta la pequeña habitación del solitario no podrá redimirle nunca de ese gran compromiso. Esperar otra cosa sería un pecado de soberbia..Pero, en fin, volvamos a lo nuestro. Habíamos quedado en que usted es incapaz de utilizar el paraguas como si fuese una espada. De acuerdo, utilícelo, pues, como si fuese un garrote. De rienda suelta a todos sus instintos y no se detenga hasta que ese malandrín, puesto de rodillas, le pida perdón» (El castillo de la carta cifrada, p. 70)
Encontramos una mirada que salta de la paródica reflexión filosófica sobre el ascetismo autoimpuesto a la exaltación de los instintos y la violencia: la voz narrativa de Tomeo siempre parte de una inocencia que tiene algo de alambicado, algo de doblez; que trasciende muchas veces a un nivel claramente irónico. Pero es en la coyuntura de una realidad intemporal y aséptica que esta voz se vuelve cruda e hiriente, que tiene algo de esa risa en la oscuridad que inquieta.
«Al oírme decir todo eso con mi voz de bajo profundo, se les ponían los pelos de punta y escapaban corriendo en todas direcciones, convencidos de que se habían topado con el diablo, y entonces era yo quien rompía a reír a mandíbula batiente. Lo malo de aquellos encuentros es que tenían que pasar cuatro o cinco horas antes de que recuperase mi voz de niño  (El caballo blanco de Santiago)
4. Coda: de héroes, villanos y muñecas hinchables
Esto ha sido tan sólo una reivindicación, la exaltación panfletaria de un autor, de un villano, de uno de los grandes olvidados de la literatura española, pues si bien lo siguen publicando regularmente, es obviado por los grandes medios, por los pequeños, por los blogueros autónomos y por los blogueros a sueldo.
            Uno de mis profesores en la universidad escribió, recordando la metáfora de Ptolomeo de Lucca, que la comparación del Estado con una casa de putas era signo de una sapiencia atávica y de gran clarividencia política. No creo que la analogía sea extensible al mundillo literario, pues no es tanta su grandeza: más bien aquí deberíamos emplear el símil de la muñeca hinchable, pues al fin y al cabo toda crítica es onanismo, narcisismo y, por qué no, vacuidad.  
            No obstante, «cuando le abandonó su muñeca hinchable, mi amigo pensó que su soledad ya no tenía remedio y se sintió el hombre más infeliz del mundo».

1.08.2012

I shame to wear a heart so white



«Lo que vemos y oímos acaba por asemejarse y aun igualarse con lo que no vimos ni oímos, es sólo cuestión de tiempo, o de que desaparezcamos. Y a pesar de todo no podemos dejar de encaminar nuestras vidas hacía el oír y el ver y el presenciar y el saber, con el convencimiento de que esas vidas nuestras dependen de estar juntos un día o responder a una llamada, o de atrevernos, o de cometer un crimen o causar una muerte y saber que fue así. A veces tengo la sensación de que nada de lo que sucede sucede, porque nada sucede sin interrupción, nada perdura ni persevera ni se recuerda incesantemente, y hasta la más monótona y rutinaria de las existencias se va anulando y negando a sí misma en su aparente repetición hasta que nada es nada ni nadie es nadie que fueran antes, y la débil rueda del mundo es empujada por desmemoriados que oyen y ven y saben lo que no se dice ni tiene lugar ni es cognoscible ni comprobable. Lo que se da es idéntico a lo que tomamos y asimos, lo que experimentamos idéntico a lo que no probamos, y sin embargo nos va la vida y se nos va la vida en escoger y rechazar y seleccionar, en trazar una línea que separe esas cosas que son idénticas y haga de nuestra historia una historia única que recordemos y pueda contarse. Volcamos toda nuestra inteligencia y nuestros sentidos y nuestro afán en la tarea de discernir lo que será nivelado, o ya lo está, y por eso estamos llenos de arrepentimientos y de ocasiones perdidas, de confirmaciones y reafirmaciones y ocasiones aprovechadas, cuando lo cierto es que nada se afirma y todo se va perdiendo. O acaso es que nunca hubo nada.»

(Javier Marías, Corazón tan blanco)