2.13.2012

El acercamiento a Pleonasmo Chief

Las dos primeras cualificaciones válidas para Fresy Cool no me pertenecen, pero las apunto: «es una combinación algo incómoda» y «a game with shifting mirrors». Me sirven de introducción, pienso, y las dejo. Introduzco a continuación motivos varios para una síntesis de la novela: retrato realista de un mundo académico postapocalíptico; personajes enamorados que contemplan la intromisión en sus vidas de un terzo incommodo pero piensan eso tan racional de que ser snob en el amor es abocarse a los celos; el relato épico de la vida y obra de Pleonasmo Chief, personaje a caballo entre el miles gloriosus del Viejo Mundo de la Literatura y el héroe trágico que se ve abocado y superado por sus orteguianas circunstancias; «creo que piensas mejor que follas»; anamorfosis constante de Madrid; etcétera. Para la introducción ya me vale, pienso, pero aún así añado entre paréntesis ciertos motes clave que me ayuden a caracterizar la novela como artefacto literario (realismo capitalista; David Foster Wallace; afirmaciones de Girard sobre el genio novelesco y, en consecuencia: García Madero, Oliveira, Bustrófedon; fragmentación, perspectivismo y metanarrativa; sátira; roman à clef).
            Podría abordar la crítica del libro desde un doble punto de vista, formal y ideológico, si es que la partición es posible y, aunque lo sea, la cuestión es entonces si tiene algún significado. Lo haré de todos modos. Quedará bien. Qué va a saber la gente de a pie, populacho y mediocridad, gente como Olmos, que aunque escriba bien no tiene dinero y, ergo, no sabe de "ismos" y teoría literaria y literatura comparada y cosas de gente rica y refinada. Además, etiquetaré bajo la entrada a Bajtín, Umberto Eco, Robert Jauss y quizá hasta a De Man. Qué van a saber. Esta si es La parte de los críticos.
            Crítica a la forma, subrayaré, y citaré a Jameson con eso del milenarismo invertido, así como también y principalmente la conexión fundamental que se da entre la estructura formal de un texto artístico y las condiciones socioeconómicas imperantes. Por lo tanto, a modo de primer corolario, añadiré algo acerca del perverso monstruo capitalista de fuerzas metamórficas y omniabarcantes. Afirmaré, quizá, que «aún siendo susceptible a la crítica inherente a todo marxismo (por refinado que éste sea) de mantener vivos los valores hegelianos y, consecuencia directa, Totalitarios, creo, iba diciendo, que un acercamiento jamesoniano a Fresy Cool podría ofrecernos ciertas claves interpretativas: la forma de la novela, dividida en dos grandes partes (la segunda, a su vez, subdividida en siete partes) es la fragmentación perspectiva y el juego metanarrativo. Y esto, se sabe, es propio de nuestro tiempo, es el drama de nuestro tiempo, han caído los grandes relatos, la tecnología ha invadido las letras, el modelo por excelencia es el pastiche, el arte ya no es autónomo: toda crítica es una forma de hagiografía. Además, al centrarse en la redacción de Fresy Cool Sh*t por parte del personaje protagonista, Pleonasmo Chief, la anquilosante distinción realidad/ficción se ve desdibujada y, como en Inland Empire -la última opera prima de Lynch- nos vemos vertiginosamente lanzados a un juego especular que pone entre paréntesis toda la tradición».
            Sólo me faltará apelar a las risas enlatadas de Inland Empire como metáfora del histrionismo de alguno de los personajes más infames y estrambóticos que aparecen. Si no fuera muy poppy o afterpop o tardoposmoderno pondría un "jájájá" al final de la frase. "Anquilosante distinción realidad/ficción", "poner entre paréntesis toda la tradición". Jájájá. Ya puestos, cito a Borges y su concepción de la realidad, diciendo algo así como «laberíntica realidad plasmada en una forma textual que obliga al lector a un trabajo icárico, con los riesgos que ello supone» y, claro está, a continuación vendría Baudrillard. Y Juan Francisco Ferré, para dar un aire cañí a la crítica.
[Aquí el autor. Quiero decir el autor de verdad, de carne y hueso. (nada de metempsicosis simulacrales o muerte del narrador en las estructuras). Burlas aparte: redactar la crítica a modo de falso comentario metacrítico no es una máscara para esconder que no tengo nada que decir. No es una forma de bluf crítico: la forma del comentario es un recurso metodológico para comentar un texto que -si no es apelando a una supuesta hiperconsciencia postfosterwallaceana de la ironía y el desencanto de la literatura para con la literatura, de una modernidad caníbal con síntomas más que evidentes de agotamiento- es difícil de describir más allá del divertimento, el tête-à-tête con el lector y la carnavalización desenfrenada. Lo hago explícito, así, como en un aparte explicativo de un blockbuster, pero en forma de Advertencia al Lector. Así de grande es mi confianza en Él.]
Sin solución de continuidad vamos ahora a por la crítica "ideológica". Dejar claro que no va de marxismos, ni de falsa consciencia de clase. Ahondar en cierta ambigüedad en la definición de lo que llamo ideológico en un libro. Empezar por una caracterización negativa: no son las ideas en tanto que motivos básicos, ni la moral o la moraleja del texto. Nada de eso. Me limitaré a una vaga descripción por analogía a través de Oakeshott, con tono casual y desenfadado, eso propiamente cool. Además, citar a Oakeshott es +2 puntos para mi caché intelectual. Hablar de Oakeshott es exotismo cultural. Tono casual, de lo más in, me repito: «Es más bien una sensibilidad, una pauta cultural a la que el libro se suscribe. No hay actos ideológicos, sino actos que se suscriben a prácticas ideológicas. Me doy cuenta que estoy transponiendo las ideas políticas de Oakeshott en una suerte de economía política del signo literario».
            Ahora he de conectarlo con Fresy cool: dominio harto conocido por parte de Antonio. J. Rodríguez de los estudios culturales sobre la posmodernidad, que le permiten adoptar cierta distancia crítica y autocrítica; la comparecencia constante de DFW bajo múltiples formas y referencias, directas e indirectas: afirmar que «la influencia de DFW se da en distintos niveles: no solamente por aparecer bajo distintos disfraces narrativos, para que los lectores se paren a modo de "guiño-guiño, codazo-codazo" y satisfagan su narcisista ego borgeano, pudiendo sentarse modo pensador a decir "la literatura como palimpsesto, te lo dije, el lenguaje es un sistema de citas", sino también, iba diciendo, su influencia es patente en la caracterización emocional de los personajes, que parecen recién salidos de Entrevistas breves con hombres repulsivos pero con acento de Madriz, estigmatizados además por la interiorización del discurso terapéutico como única técnica para relacionarse con sí mismos. La vida social es un trabajo, chicos -parecen decir. Y no sólo eso, pues Antonio J. Rodríguez tiene presente esa sentimentalidad Fox superproducida, ha leído a Fernández Porta y a su musa marroquí: hablamos aquí de capitalismo emocional, producción de subjetividad y consciencia esquizofrénica ante el bombardeo mediático de esta producción (el amor romántico es ya una utopía visual): ser un fraude es the whole equation, que diría Fitzgerald».
            Así, así. Conectado con David Foster Wallace, lo que se espera de un crítico informado y leído. Debería aludir más a los relatos "El neón de siempre" y "La niña del pelo raro", sacar a relucir esa frase clave y el tema de la Felicidad Como Autorrealización Personal®, pero ya hablo de Illouz y si no me detengo ahora se me van a acabar todos los temas para lucirme. De otro lado, aunque no aparezca en Fresy cool debería aludir, pienso, a mi rechazo a la interpretación "superyoica" de la narrativa breve de DFW que Antonio J. Rodríguez propone en algún lugar. Quizá por un prurito académico, quizá por las connotaciones del término: «la intuición es buena, pero el término se refiere más bien a una interiorización normativa de unos valores (totémicos, digámoslo así) que son fuente de represión. No es una cuestión de consciencia atrapada, de una instintividad que no puede emerger. Más bien hablaríamos de autointerpretación, de hermenéutica terapéutica: no es la ley paterna, los incontestables valores de la tradición, aquello que encierra a los personajes en un bucle, sino la interiorización del mismo discurso psicoanalítico, de lo autoayudesco que va de Maslow a la psicología New Age y su sentido holístico, la sobreexposición del sujeto al ideal del éxito social y a la cultura del esfuerzo..» pero desarrollar tal crítica en ese contexto sería un acto de vanidad, comportarse como un pavo real y no estamos aquí para eso, ¿verdad que no?
            CONCLUSIÓN escribo en mayúsculas y negrita. Apartado final, balance. Me doy cuenta de que faltan juicios de valor, pues he tratado de desgranar ciertos elementos de la novela y he acabado en un acto onanista, sin criticar propiamente la novela. En cuanto a la forma de ésta, apunto, la primera parte es caótica y provoca una pérdida constante del lector, a causa de los cambios de punto de vista, la aparición y desaparición de personajes y espacios/tiempos narrativos, etcétera. Es la parte en que el juego metanarrativo es más claro, alusiones al supuesto autor empírico a.k.a Ibrahím Berlin, que para un lector que desconozca los avatares autobiográficos de la novela va a ser indescifrable. Reflexiono acerca de si el texto es realmente autónomo de su contexto de recepción, y creo que no. Anoto que «eso no es bueno». La segunda parte es más ortodoxa, aunque la concatenación de historias y la proliferación de dramatis personae que las más de las veces -como lectores- nos importan bien poco, la hace quizá menos interesante, con menos fuerza. Apunto, para preguntarme públicamente, si el capítulo "Homo Academicus" es una parodia de El comienzo de la primavera de Patricio Pron.
            «Sin embargo», empezaré (pues las adversativas siempre quedan bien, dan consistencia y son prueba empírica de la mente tortuosa e intricada de quien la enuncia), «lo mejor de Fresy Cool reside en lo que hemos llamado "ideología". Lejos de tomarse seriamente eso de Escribir, no toma posición histórica y abandona de este modo toda pretensión de superar o celebrar al Padre, y se mantiene siempre en el divertimento, en la recreación de su protagonista y sus allegados, Pleonasmo Chief, suerte de genio romántico que, como Antonio J. Rodríguez -y basta de apelar al autobiografismo- acusa el doble proceso de reconocer el legado literario sobre el cual asienta su poética (hace explícito el carácter mimético) a la vez que, secretamente, ocultamente, quizá, busca la originalidad romántica, la espontaneidad».
            Aquí es donde se debe citar a Girard con eso de que el genio novelesco se erige sobre actitudes románticas, y enumero a Bolaño (el desplazamiento de la búsqueda poética de Belano y Lima a la narración de García Madero), a Cortázar (y su entrañable y erudito Oliveira) y finalmente a Cabrera Infante (y la fragmentación de Tres tristes tigres, el juego que es su narración, los personajes ausentes, así como la acusada primacía lingüística en la obra). Nota al pie: entroncar Fresy cool en la tradición de Cabrera Infante y Cortázar se debe a la preponderancia del juego y la actitud satírica frente al romanticismo exacerbado de sus personajes.
            Finalmente, suma simple, aludir al título de la reseña y retomar la metáfora que es este mismo comentario y al que el título da la calve interpretativa: «Fresy cool no nos importa, como no nos importa Pleonasmo Chief. Lo mismo nos da que Pleo trabajara en un astillero. "Críticas y no obras", que dirían en Heidegger TV. De lo que se trata es de lo que pone en juego el texto, de poder decir que la escritura libérrima, o el ejercicio cervantino del que muchos de mis contemporáneos se jactan de emplear como reacción arriesgada frente a las fórmulas de bestsellers no vale nada, pero que tampoco sirve la parodia porque cuando uno habla de parodiar está blindándose contra cualquier mordisco a destiempo. Porque hablar de carnavalizaciones es protegerse con un chaleco antibalas. Se trata de dinamitar el rollo: hacer lo que se dice y lo contrario, usar la ironía posmoderna mientras se denigra de ésta, la sátira como género estructural.». Sentencio: «Fresy cool como el hermano bastardo e infame de El acercamiento Almotásim».

2.11.2012

fauna animal: un ejercicio de brutalidad narrativa

Me dispongo a escribir la reseña de fauna animal, de Damià Bardera, días después de terminar su lectura. En un primer momento, afectado por el impulso y la vivacidad de la lectura reciente, escribí una pequeña nota en el Diario de lecturas donde cualificaba el compendio de cuentos como una obra que nos aboca a un espacio atávico, prelógico; a un mundo rural dibujado con violencia. Apuntaba, también, que parte de la fuerza de los relatos se debía al velo de ironía que teñía la narración: las voces de los personajes acostumbran a caracterizarse por una dudosa inocencia infantil que contrasta con la brutalidad de los hechos a constatar.
            Su lectura produce una inenarrable sensación de salvajismo que, paradójicamente, no se deriva directamente de lo que se narra, de la -llamémosla así- acción narrativa.  Eso me inquietaba, puesto que no encontramos una explicitación de imágenes grotescas y desmesuradas; el libro no es el resultado de la sublimación de los impulsos de un monomaníaco o las fabulaciones morbosas de un protestante atormentado. Bien al contrario: hay una intrínseca cualidad humana en todo aquello que se nos explica, un tono que hasta etiquetaríamos de cuotidiano.
            Por eso, como decía, me dispongo a escribir esta reseña días después, desde la tranquilidad que me confiere la distancia temporal, la cual me permite analizar la razón de que fauna animal tenga esta fuerza.
            En primer lugar se me presenta a la mente una analogía cinematográfica: asimilo la prosa transparente y estática del autor al arte narrativo de Michael Haneke. Lejos de histrionismos y escenificaciones sobreactuadas, sus estilos se caracterizan por la sobriedad y el laconismo, los cuales hacen que la peculiaridad del relato no resida en servirse de diferentes modelos narrativos, sino en su capacidad de fundirlos en una voz propia que, precisamente por su tonalidad desafectada, provoca que las imágenes que evocan devengan doblemente despiadadas.
            Ha de tenerse en cuenta que los narradores de muchos de los cuentos -a menudo en primera persona- son niños. Esto me lleva a una segunda conexión, ahora literaria, con El gran cuaderno, la primera novela de la trilogía Claus y Lucas de Agota Kristof: el narrador de esta obra es un personaje doble, dos gemelos que explican la historia de su vida -la guerra- desde la objetividad y la precisión, con la voluntad positiva de anunciar solamente los hechos, prescindiendo así de todo juicio valorativo. Aún así,  claro está, la elección de una narración de estas características no es en modo alguno gratuita: Kristof es consciente que la escritura descarnada que conlleva su fría objetividad (y más en una cuestión tan capital como es la experiencia de la muerte y el dolor) supone un inevitable impacto al lector.
            No obstante, si bien fauna animal produce una sensación de extrañamiento cercana a la de El gran cuaderno, no considero que sea por la misma causa: la cualidad anfibológica de la prosa de Bardera la atribuyo más bien al desconcierto que propicia la inocencia de la voz de los personajes, a su desconocimiento. Me explico: mientras los personajes de Kristof se dedican a describir las acciones y intenciones de quienes los envuelven, la voz narrativa de fauna animal muchas veces da indicios de ignorancia o de incapacidad para valorar e interpretar los hechos en su totalidad. Con total consciencia de lo que ello supone, el autor nos deja siempre mucho espacio.
            Para decir lo mismo, pero con palabras más grandes, nos podemos remitir a la distinción de Barthes entre las funciones narrativas de un relato: distingue unas funciones a las que llama distributivas, las cuales aíslan los núcleos del relato, que son aquellos que definen las acciones decisivas para el desarrollo de la trama. En este sentido, en tanto que estos núcleos concentran la esencia de la historia narrada, son los momentos de mayor riesgo del relato.

Kenneth Russo. Detalle de "cua d'elefant"


            Entonces, una vez presentada la pesada terminología, podemos afirmar que la estructura narrativa de los relatos de fauna animal contiene pocos momentos de "riesgo", de verdaderas acciones sobre las cuales se asienta el relato. Más bien al contrario, pues en sus textos se insinúa mucho más de lo que se dice, de forma que la mayor parte de los significados están implícitos. Si adoptamos ahora la perspectiva de la recepción del texto, podemos comprobar cómo aquí el lector no cumple la función habitual de espectador o voyeur, como se le ha llamado alguna vez, sino que se le obliga a ser colaborador, miembro coactivo en la tasca consistente en hacer emerger el significado del texto, en hacer aflorar una interpretación posible.
            Si seguimos este hilo, es posible aclarar el efecto que produce su lectura: a medida que leemos el texto vamos creando unas expectativas de sentido; esto es, los lectores vamos anticipando y construyendo significación simultáneamente al avance de la lectura. Al presentar más indicios que núcleos de acción, la carga de atribución de significado descansa más de lo habitual sobre nuestros hombros. Es el motivo por el cual al estar guiados por una voz narrativa que -como nosotros- desconoce aquello que está pasando (y, además, nos lo explica con una voz tranquila y confiada), cuando se nos descubre algún hecho relevante que trastoca el relato y nos obliga a interpretarlo (es decir, a colaborar) somos doblemente afectados por el texto.
            No me detendré, pues, en consideraciones sobre semiótica estructuralista, estética de la recepción o hermenéutica textual, puesto que no es el lugar : aún con todo, añadir que lo que acabo de exponer no es válido para todos los relatos. En este sentido, "canvi de color" y "la cua d'elefant" son ejemplos preeminentes de esta forma de proceder.
            Con lo dicho hasta el momento no tenemos suficiente material para explicar completamente el impacto del libro de Bardera: es necesario aludir al humor. La ironía se perfila no sólo a nivel de la acción (una ironía que en cuentos como "xocolata desfeta" llega al punto de convertirse en humor negro), sino que también -otra vez- en la caracterización de la voz de sus narradores. En "pel darrera", por ejemplo, somos abocados a un trabajo propio de una Gestalt cabrona que busca inequívocamente nuestra carcajada. Podemos afirmar, en conclusión, que el humor y la ironía viene a incidir y ampliar la heterogeneidad anteriormente señalada entre la voz narrativa y lo que se narra.
            En suma, para dar fin a este comentario, solamente queda cristalizar la idea que se ha ido explicitando a lo largo del texto: que el denominador común de los cuentos es la voz que el autor imprime en sus narradores, lo cual provoca que el libro pueda ser leído como una pequeña novela, confiriendo así un sentido holístico a la obra. Una voz que está travesada por completo de una ironía que busca siempre el camino oblicuo, que nos confronta con las más genuina animalidad de fauna animal, la animalidad humana: Bardera entiende que el hombre no es únicamente lobo, ni únicamente zorro o león, sino que es también -y quizá primariamente- gregario, y requiere del mito, el ritual y el sacrificio.


2.08.2012

Notas sobre la subjetivización de la estética: una lectura gadameriana de Kant y Schiller. Última parte.

4. Conclusión: una lectura gadameriana de Kant y Schiller
Ahora estamos en condiciones de volver sobre la tesis de Gadamer que habíamos presentado en la introducción, así como de interpretarla a la luz de lo expuesto hasta aquí. Repitámosla: «en sus escritos estéticos Schiller transforma la subjetivización radical, con la que Kant había justificado transcendentalmente el juicio de gusto y su pretensión de validez general, convirtiéndola de presupuesto metódico en presupuesto de contenido».
            Gadamer -al presentar la subjetivización de la estética llevada a cabo por Kant- hace concordar el proyecto kantiano con la máxima hegeliana según la cual, en sí misma, la esencia de todo arte consiste en poner al hombre delante de sí mismo. En palabras de Gadamer: «desde ahora el arte podrá ser autónomo. Su tarea ya no será la representación de los ideales de la naturaleza, sino el encuentro del hombre consigo mismo en la naturaleza y en el mundo humano e histórico»[1].
            Esto se debe al carácter desinteresado del placer estético: hemos visto que en él no está en juego el conocimiento ni la libertad, sino solamente el reencuentro del hombre consigo mismo, el "sorprendente" descubrimiento de la adecuación de facultades y objetos en un libre juego. El juicio del gusto es ocasión para comprobar que la naturaleza actúa como si tuviera una finalidad: ésta es la punta de lanza de la argumentación kantiana, pues «en todos estos giros es el concepto de naturaleza el que representa el baremo de lo indiscutible»[2].
            Aquello que Gadamer critica es que Kant paga un precio demasiado alto para justificar el juicio estético, a saber: el significado cognitivo del arte. En tanto que a él le interesa recuperar la pregunta por la verdad del arte, considera inadmisible lo desinteresado del placer estético.
            No obstante, en cierto modo, al mantener Kant la naturaleza como potencia indiscutible, como titiritero del genio artístico y espacio por excelencia de la relación con lo sublime, la esfera artística no queda absolutamente desligada de un espacio de acceso a la verdad, de interacción con lo suprasensible. Por esta vía, y acorde a su voluntad conservadora de salvar la tradición, Gadamer conecta a Kant con la fuerza que tomará el concepto de genio en Schopenhauer y el Sturm und Drang: aún yendo en contra de la pretensión del pensador de Königsberg, esa concepción entroncará con un espacio de verdad y de conocimiento.
            Lo insostenible es el desplazamiento que hiciera Schiller: que el arte se oponga a la realidad como arte de la apariencia bella. «Desde el momento en que lo que acuña el concepto del arte es la oposición entre realidad y apariencia queda roto aquel marco abarcante que constituía la naturaleza. El arte se convierte en un punto de vista propio y funda una pretensión de domino propia y autónoma»[3].
            Vemos, entonces, que aquello que preocupa a Gadamer es el relegamiento de la determinación ontológica de lo estético al concepto de apariencia estética, pues esta categorización lo excluye de cualquier posible modelo cognoscitivo[4]. Así las cosas, la consciencia estética se constituiría como centro vivencial desde el cual se valora todo lo que vale como arte, a la vez que para ella el arte no forma parte del mundo[5].  A la «vivencia estética» se llegaría a través de un rendimiento abstractivo, que desgajaría aquello estético de todas sus implicaciones posibles (funciones religiosas, profanas, de conocimiento, etc.); a saber, de aquello no estético. Precisamente en esta exclusión consiste la distinción estética[6].
            La consecuencia es clara: «es en virtud de la "distinción estética" por la que la obra se hace perteneciente a la consciencia estética, aquélla pierde su lugar y el mundo en el que pertenece»[7]. A partir de aquí Gadamer abandonará su lectura crítica de Schiller, para empezar su propuesta, que pasará por negar la posibilidad de esa significatividad propia de la percepción: «la abstracción que produce lo "puramente estético" se cancela a sí misma»[8].
*
Es el mismo Gadamer quien traza una conexión entre una concepción estética de Schiller y la de Paul Valéry: en la medida que la verdad de la obra de arte no es acabable en sí misma, el resorte último  de la obra siempre descansará en el receptor. Lo que pretende Gadamer es desligar a Kant de esa concepción: «desde luego no puede remontarse a Kant el querer ver la unidad de construcción estética únicamente en su forma y por oposición de contenido»[9].
            En suma, lo que queremos poner de manifiesto, en forma de conclusión, es el hecho que Gadamer no yerra en su lectura de las diferencias que median entre Kant y Schiller. Una forma interesante de acercarnos a éste fenómeno es -como ya insinuamos en la introducción- a través de la concepción de Valéry y de las estéticas de la recepción.
            Por un lado, acabamos de ver como Gadamer traza una línea directa que va de Schiller a Valéry: los dos, al hacer de lo estético una vivencia autónoma, algo distinto de las formas cuotidianas de relacionarnos con el mundo, toda interpretación de la obra -toda manera de "terminarla"- es una cuestión meramente subjetiva, del receptor, que tiene potestad última y absoluta para hacer y decidir sobre aquella. Lo que se resalta no es la "recepción", sino la "producción". De ahí que Schiller, en contra de Kant, entronice el arte artístico y considere la belleza natural sólo en cuanto puede redefinir la natura como natura naturans, como sujeto autocreador.
            Las estéticas de la recepción -que tienen en Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser sus dos principales bazas- no se abocan a la arbitrariedad interpretativa de la que sí son susceptibles las propuestas de Schiller y Valéry: la estética de la recepción nace del pensamiento de Gadamer, y en este sentido, no convierte el arte en una cuestión meramente subjetiva, sino que trata de poner de manifiesto el papel de la recepción de la obra de arte, tanto a nivel sincrónico como diacrónico. Podemos ver que no cae en la propuesta arbitraria, por ejemplo, en la distinción de Iser entre "texto" y "obra": la obra es el conjunto de sentidos constituidos por el lector; pero, aun existiendo diferentes sentidos, no todos son posibles, puesto que toda lectura se basa en el texto considerado como pura potencialidad[10]. Para decirlo en otras palabras: el texto determina a la vez que infradetermina la obra.
            Es en esta coyuntura que podemos trazar la línia que va de Kant a la estética de la recepción, pues si bien la subjetivización de la estética es una etiqueta que pertenece a Kant, él solamente resalta el papel clave del receptor en el juego estético. Y aún teniendo en cuenta que su propuesta de validez universal subjetiva parece insostenible, al menos trata de mantener universalidad en el juicio. Schiller -como muy bien advierte Gadamer- convierte en presupuesto de contenido lo que en Kant tan sólo era presupuesto metódico; esto es, al querer objetivar una concepción subjetiva del arte a través de poner el acento en el aspecto de la producción más que en el de la recepción, Schiller pierde toda referencia al mundo.

            Si nos lo miramos des de la perspectiva de la autonomía del arte[11], tanto en Kant como Schiller se afirmaría está autonomía: para Kant, en tanto que el juicio estético ha de ser desinteresado, mientras que para Schiller lo es en la medida que la cuestión estética se reduce a apariencia estética. Por eso a Gadamer, debido a su conservadurismo -como bien ha señalado Peter Bürger-, le interesa reintroducir a Kant y Schiller en un tratamiento dialéctico.
             Aun con todo, aquello que hemos querido poner de manifiesto aquí es que la diferencia entre Kant y Schiller va más allá de la subjetivización y la autonomía: se centra, sobretodo, en el resorte último de la producción artística, lo cual permite la escisión entre una estética de la recepción "universalizable" y una estética de la recepción arbitrarista.


[1] Gadamer, H-G; Verdad y método. Pág. 83.
[2] Ibídem. Pág. 90.
[3] Ibídem. Pág. 122.
[4] Ibídem. Pág. 124.
[5] Ibídem. Pág. 125.
[6] Ibídem. Pág. 125.
[7] Ibídem. Pág. 128.
[8] Ibídem. Pág. 129.
[9] Ibídem. Pág. 133.
[10] Rothe, A; El papel del lector en la crítica alemana contemporánea. Pág. 23.
[11] Una interpretación ideológica de lo que suponía la autonomía del arte para Kant y Schiller la ofrece Bürger: «la autonomía del arte es una categoría de la sociedad burguesa. Permite describir la desvinculación del arte respecto a la vida práctica» (Bürger, P; Teoría de la vanguardía. Pág. 99)

2.05.2012

Notas sobre la subjetivización de la estética: una lectura gadameriana de Kant y Schiller. Segunda parte.

2. Kant: el placer desinteresado como anatema estético
2.1 La Crítica del juicio y la cuestión del gusto
Nos encontramos en 1790. Como apunta Safranski: «la razón había levantado ya con Descartes su orgullosa cabeza; se había emancipado, hasta tal punto que incluso Dios tenía que justificarse ante su tribunal. Pero era la mathesis universalis, una razón calculadora y constructora (..) En efecto, Leibniz enseñó a su siglo a hacer cálculo con la infinito, apoyado por el genio del cálculo musical, Johann Sebastian Bach, que eleva la mathesis universalis a una oración sonora ante Dios»[1].
            Es Immanuel Kant (1724-1804) quien con sus dos primeras críticas (a la razón pura y a la razón práctica) había tratado de reconciliar esa razón de cabeza orgullosa      -que englobaba el racionalismo y el empirismo inglés (el cual, cabe decir, era también inevitablemente cartesiano)- con la libertad entendida como espacio suprasensible, concepción que prefiguraba la entronización filosófica del sujeto libre que realizaría el idealismo alemán.
            La Crítica del juicio, publicada en 1790, es reconocida por contener la teoría estética, pero no es una obra de estética. Si bien Baumgarten había inaugurado la disciplina sobre lo bello a partir de la articulación sistemática de las consideraciones estéticas que hiciera Leibniz, esta Crítica pretende salvar el abismo que se ha abierto entre la esfera de la razón pura y la de la razón práctica: «se ha abierto un abismo infranqueable entre la esfera del concepto de la naturaleza como lo sensible y la esfera del concepto de libertad como lo suprasensible, de tal modo que del primero al segundo (por medio del uso teórico de la razón) ningún tránsito es posible» (CJ, Introducción, §II).
            El salvoconducto que permitirá trazar un puente de una dimensión a la otra será la facultad de juzgar, entendida como la propiedad de pensar lo particular como contenido en lo universal. En este sentido, Kant distinguirá entre el juicio determinante y el juicio reflexionante: en el determinante lo dado es el universal, y el juicio subsume los particulares; en el reflexionante, lo dado es el particular, para el cual ha de encontrarse un universal.
            No ha de olvidarse que la perspectiva kantiana, en esta tercera Crítica, no deja de ser transcendental: entonces, cabe preguntarse por el principio a priori que hace posible el juicio. Puesto que en el juicio el entendimiento se mueve entre las leyes necesarias y los acontecimientos empíricos, debe regirse por leyes inductivas; pero claro está, éstas no pueden ser necesarias y universales. Entonces, Kant asevera que el principio a priori que hace posible el juicio es el principio de finalidad en la naturaleza: «como si un entendimiento (aunque no sea el nuestro) lo hubiese dado a nuestras facultades de conocer para hacer posible un sistema de la experiencia según leyes particulares de la naturaleza. Esto no significa que se tenga que admitir efectivamente un entendimiento como este» (CJ, Introducción, §IV).
            Como señala Eusebi Colomer, la facultad de juzgar no actúa determinantemente (no constituye nuevos objetos, pues este es el cometido del entendimiento) sino reflexionantemente; esto es, proyecta sobre los objetos ya constituidos por el entendimiento el principio a priori de finalidad y «con ello ya está dicho que la validez de este principio no es objetiva, sino subjetiva. El principio de finalidad no es constitutivo de la experiencia, como el de causalidad, sino regulativo y heurístico»[2].
            La facultad de juzgar permitirá la reconciliación de la esfera teórica y práctica en la medida que Kant establece una relación entre la facultad de juzgar y el sentimiento: mientras el uso del juicio determinante no despierta ningún eco afectivo, el juicio reflexionante -al no estar vinculado a una finalidad particular- engloba un uso teórico (unidad racional) y uno práctico (el bien moral). Cumple, entonces, las condiciones para despertar sentimiento de placer.
            Aparentemente, la cuestión estética es sólo ocasión paradigmática de este tipo de juicio: es por esto que Kant se ocupará del juicio del gusto. Para introducir la cuestión, podemos afirmar que el sentimiento inmediato de placer que se da en la aprehensión de la forma de un objeto en la intuición y la reflexión sobre su forma, induce al sujeto a declarar bello el objeto. Jèssica Jaques, en su introducción a la Crítica del juicio, nos avisa de no incurrir en la crítica de formalismo: el placer estético es placer en la aprehensión de la forma y en la reflexión; no es, ciertamente, un placer estrictamente intelectual, como tampoco estrictamente sensible[3].
            Esta aprehensión placentera, según Kant, nos permite sospechar la adecuación de las facultades al objeto y del objeto a las facultades, según el libre juego de estas facultades. De nuevo nos encontramos con un giro subjetivista: la finalidad estética será siempre subjetiva en la medida que la relación se da en términos de reflexión[4]. Este libre juego de las facultades está en la base de la comunicabilidad del juicio estético, que se definirá en términos de validez universal subjetiva.
            El problema sigue, entonces, a nivel transcendental: ¿cómo son posibles los juicios estéticos con valor universal? Para responder a ello, Kant propondrá reducir su teórica estética a cuatro tesis básicas, cuatro momentos del juicio del gusto:
            1) «lo bello es el objeto de un placer desinteresado» (CJ, I/1, §V)
            2) «lo bello es lo conocido sin conceptos como el objeto de un placer universal»   (CJ, I/1, §VI)
            3) «la belleza es la forma de la finalidad de un objeto, en cuanto ésta es    percibida sin la representación de un fin» (CJ, I/1, §XVII)
            4) «lo que es conocido sin concepto como objeto de una satisfacción necesaria»   (CJ, I/1, §XXII)
Con la primera tesis Kant alude a un placer meramente contemplativo, no utilitario (pues no depende de la apetición o el deseo): por eso mismo puede ser un placer compartido por varios sujetos en situaciones distintas. La segunda tesis se postula contra las tesis racionalistas (como la de Baumgarten) y se prefigura como una confirmación de la primera tesis, pues el conocimiento sin conceptos me permite ser "libre" ante la obra, expresa el no sé qué que todos por igual podemos sentir delante de ella.
            La tercera tesis es la que encarna la antinomia de la belleza como "finalidad sin fin". Aquí se hace patente que Kant está pensando primariamente en la belleza natural: percibir una finalidad sin un fin determinado es captar algo que es inteligible sin saber a qué idea corresponde. En otras palabras: es la expresión de la adecuación de objeto y facultades en el libre juego de éstas. La cuarta y última tesis afirma el valor de necesidad subjetiva del juicio estético, exigencia que se justificaría -en último término- en una disposición común de los sujetos, en la comunidad de facultades.
2.2 El placer desinteresado como anatema estético
En nuestra aproximación a Kant nos centraremos en el primer momento del juicio estético, pues creemos que en él está la base para la subjetivización de la estética. A diferencia de aquello bueno o de aquello agradable, el juicio del gusto es desinteresado: «contrariamente, el juicio del gusto es meramente contemplativo, es decir, es un juicio que, siendo indiferente a la existencia de un objeto, solamente liga su disposición al sentimiento de placer o displacer» (CJ, §V).
            La intersubjetividad y universalidad del juicio estético que se exige en la segunda tesis se basa también en el desinterés: el sujeto «no juzga simplemente para él, sino para cualquier persona, y habla de la belleza como si fuera una propiedad de las cosas» (CJ, §VII). Es precisamente porque no nos interesa, por el hecho de no estar determinado ni por la razón teórica ni por la práctica que todos los hombres podemos situarnos del mismo modo ante la belleza. Kant ha puesto las bases para una validez universal subjetiva, que -a diferencia de la necesidad teórica o la necesidad práctica- toma la forma de necesidad ejemplar: una necesidad subjetiva que se formula como si fuera objetiva.
            La tesis del desinterés está unida a la cuestión de la autonomía del arte, pues en la época de Kant la esfera del arte dejaba de estar ligada a una función religiosa o institucional, deviniendo así un espacio crítico, de libertad[5]: en la sociedad burguesa había una clara dialéctica que, de un lado, proclamaba la emancipación del individuo en su vida privada, mientras que, por el otro, se le negaba está libertad en la praxis social. Peter Bürger, en Teoría de la vanguardia, lo anuncia así: «la propuesta kantiana también coloca la libertad del arte frente a las violencias de la sociedad burguesa en formación. Lo estético se concibe como un ámbito ajeno al principio de máximo beneficio que domina sobre la totalidad de la vida»[6].
         El desinterés kantiano no debe malinterpretarse como la reducción del espacio artístico a una esfera recreativa, a la metamorfosis del arte en divertimento. Nietzsche así lo hizo, contraponiendo la consideración kantiana a la definición del arte de Stendhal como promesse de bonheur[7]. En Kant no sé da un desinterés por lo bello; es más, el interés es máximo, pues es en él que el hombre puede realizar efectivamente su humanidad (será Schiller quien posteriormente explorará esta vía): el pensador de Königsberg tan sólo se sirve del término desinterés para distinguir el placer estético del placer de aquello agradable, útil o bueno.

            En su Teoría estética (1969) Adorno discute paralelamente la cuestión del desinterés en Kant i en Freud[8]. Apunta, primero, a la definición kantiana de interés como «el agrado que encontramos en la representación de la existencia de un objeto» (CJ, §II) y considera que no está claro si se refiere al objeto tratado en la obra de arte o a la obra de arte misma: «el acento en la representación se sigue del enfoque subjetivista (..) de Kant, que en concordancia con la tradición racionalista (..) busca implícitamente la cualidad estética en el efecto de la obra de arte sobre su contemplador»[9].
            La crítica de Adorno se completará con una refutación de la tendencia a la objetividad o validez universal subjetiva a la que tiende Kant: «en ninguna obra de arte es esencial lo que cada uno tiene que ser de acuerdo con su concepto puro. La formalización, un acto de la razón subjetiva, arrincona el arte en ese ámbito meramente subjetivo y finalmente en la contingencia de la que Kant quería sacarlo»[10].
            Las dos objeciones de Adorno nos interesan en relación al proyecto de Schiller: si bien es discutible que la objetivación (a partir de la formalización en conceptos generales) sea tal cosa en Kant[11], Schiller sí caería en esta aporía, pues su determinación objetiva del arte pasa por -en un giro idealista- atribuir subjetividad al objeto (insistirá en el carácter productor del sujeto plasmado en la obra, y en el reconocimiento del sujeto en la obra). En este sentido, Schiller sería cómplice de convertir el desinterés kantiano en desinterés absoluto por la obra: lo estético se reduciría a un jugar del hombre consigo mismo, un placer solipsista que denunciará Gadamer bajo el nombre conciencia estética[12].

3. Schiller: del desinterés kantiano a la distinción estética
En la obra de Schiller se da un giro importante respecto a Kant: éste, al hablar del juicio del gusto, piensa primariamente en la belleza natural (aún así mezcla ejemplos del arte y de la naturaleza indistintamente). Una prueba de ello está en la cuestión del genio, que es definido por Kant como las reglas que la naturaleza da al sujeto creador. En este sentido, distinguimos entre un belleza pura (puramente formal, finalidad sin fin) y belleza adherente (del modo que se presenta en los objetos, en la experiencia).
            Schiller pasa a ocuparse del arte artístico, lo cual implica un desplazamiento hacía la belleza adherente. Esto será un problema en la medida que si Schiller quiere seguir a Kant en considerar el gusto como placer desinteresado, deberá aportar alguna solución a la mezcla de placer estético y placer intelectual que se da en los artefactos.
            De entrada, Schiller presenta su propuesta como radicalmente opuesta a la de Kant: busca una determinación sensible-objetiva de belleza, un concepto objetivo que se define no sólo como algo que se encuentra en el objeto bello, sino también en cuanto el sujeto experimenta -en su relación con el objeto bello o experiencia estética- una objetivación de su mismo ser[13]. En su crítica al subjetivismo kantiano, opone el carácter sensible, fenoménico, en el cual ha de fundamentarse la objetividad.

            El idealismo incipiente de Schiller aflora aquí: la objetividad ha de buscarse a partir de la referencia del fenómeno al sujeto; esto es, en la obra de arte hay una autoexposición o autorepresentación de la subjetividad. La supremacía de la belleza artística se justifica precisamente en que la forma del objeto artístico depende de la representación subjetiva; es en tanto que producida por un sujeto, formada por él, que la objetividad alude tanto al sujeto como al objeto y su relación.
            Así las cosas, Schiller puede afirmar que en la belleza adherente contiene una finalidad, responde aún a una razón teórica. Puede afirmarlo porque considera que está será superada y imbuida por la forma de la belleza: «la belleza se muestra justamente en todo su esplendor cuando supera la naturaleza lógica del objeto, y, ¿cómo no puede superarla si no encuentra ninguna resistencia? ¿Cómo puede dar su forma a una materia enteramente informe? Yo tengo cuando menos la convicción de que la belleza es sólo la forma de una forma»[14].
            Encontramos entonces una primera definición de belleza: como forma de una forma; esto es, como superación de la forma lógica por parte de la forma estética, fruto de la autoexposición del sujeto en la obra. No obstante, Schiller saltará de un concepto de belleza a otro en cuanto quiere caracterizar diversos aspectos relevantes de la producción estética. En primer lugar, Schiller mantiene la tesis kantiana del placer sin concepto, de modo que entiende la acción estética, la producción artística, en analogía a la acción libre: definirá la belleza como libertad en la apariencia[15].
            Mientras que en Kallias la cuestión de la belleza alude solamente al carácter fenoménico de los objetos, en las Cartas hablará de apariencia estética en cuanto esencia de la belleza artística: es el carácter propio de la obra de arte en cuanto forma de una forma. En la carta XXVI caracteriza la apariencia estética como «una apariencia que no pretenda substituir la realidad, ni necesite que la realidad la substituya. La apariencia estética no puede nunca resultar peligrosa para la verdad moral»[16]. Precisamente esto será lo que Gadamer reprochará a Schiller: que lo estético haga abstracción de la realidad, que se presenta como mera apariencia autónoma.
            La última definición de belleza que nos interesa es la que presenta para tratar la cuestión de la belleza natural. Afirmará que «un producto natural es bello si aparece libre en su conformidad con el arte»[17]. La cuestión, claro está, es ver què concepto de naturaleza está manejando: la asimila al concepto de natura naturans de Spinoza. Esto no debe sorprendernos en la medida que aquello que hacía bello un objeto era el carácter productivo del sujeto, la autoexposición de su propia subjetividad. Schiller no puede volver a la concepción kantiana y dar marcha atrás en su propósito: la belleza natural no puede ser sólo subjetiva. Aún así, si el sujeto no da sus propias reglas al objeto, con éste no podemos relacionarnos estéticamente, sino sólo teoréticamente: es tan sólo forma, requiere de un sujeto que forme esa forma para que pueda erigirse como apariencia estética.
            Por lo tanto, Schiller caracteriza la naturaleza como un sujeto autónomo que se da sus propias reglas, se produce a sí mismo. Así es como la belleza natural es referida a la subjetividad: la forma estética no es otra cosa que un producto de la consciencia, y el placer que experimentamos al contemplarla se debe a que el sujeto se reconoce en su propia acción. Se ha eliminado entonces el predomino de la belleza natural como expresión de la pura belleza que había en Kant.
            En suma, Schiller ha desplazado la primacía del placer desinteresado que había en Kant hacía una objetivación de la estética en la obra de arte: ya no se trata del libre juego de las facultades en la contemplación (lo bello considerado desde la perspectiva de la recepción) sino del carácter productivo del sujeto; se trata de la capacidad de tratar los objetos, de darles forma, de un modo tal que esta se eleve por encima de la materia como pura apariencia. El libre juego de las facultades ha devenido un impulso[18], y  el hombre ha pasado de recibir placer desinteresado en ese juego, a requerir de una educación para ese juego[19].
            La palmaria certeza de ese desplazamiento se confirma en la novena carta: «el arte, como la ciencia, está libre de todo lo que es positivo y de todo lo establecido por las convenciones humanas, y ambos gozan de absoluta inmunidad»[20]. Lo estético deviene impermeable y distinto del mundo.


[1] Safranski, R; Schiller o la invención del idealismo alemán, Tusquets, 2011, Barcelona. Pág. 56.
[2] Colomer, E; El pensamiento alemán de Kant a Heidegger. Herder, 2002, Barcelona.
[3] Kant, I; Crítica de la facultat de jutjar, Edicions 62, 2004, Barcelona. Pág. 23.
[4] «Cuando la simple aprehensión de la forma de un objeto de la intuición, sin relacionarla con un concepto de conocimiento determinado, va unido un placer, es por eso que la representación es referida, ya no al objeto, sino solamente al sujeto, y el placer no puede expresar nada más que la acomodación de aquel con las facultades de conocer» (CJ, Segunda introducción, §VII)
[5] Esta cuestión es la que preocupará a Gadamer: Schiller ahondará en la distinción, separando el arte del mundo como mera apariencia, como forma formada, para que este pueda ser un espacio de libertad para el hombre, radicalizando así la tesis del desinterés kantiano.
[6] Bürger, P; Teoría de la vanguardia, Península, 1987, Barcelona. Pág. 94.
[7] Marcuse, H; Acerca del carácter afirmativo de la cultura dentro de Cultura y sociedad, Sur, 1968, Buenos Aires.
[8] Adorno, T; Teoría estética, Akal, Madrid, 2011. Adorno apunta que lee a Kant en relación a Freud porque «ambos se orientan subjetivamente entre el enfoque negativo y el enfoque positivo de la facultad de apetecer. Para ambos, la obra de arte existe propiamente sólo en relación con la persona que la produce». Pág. 22.
[9] Ibídem. Pág. 21.
[10] Ibídem. Pág. 222.
[11] «no es posible ningún principio objetivo del gusto» (CJ, §43).  Es cierto que las consideraciones de Kant -acerca de la validez intersubjetiva del juicio del gusto basada en él como si y en el libre juego de las facultades- son un tanto pantanosas. Aún así, acusarlo -como hace Adorno- de caer simple y llanamente en la voluntad de objetivismo, nos parece obviar en demasía toda la carga teórica del pensamiento crítico de Kant.
[12] «Para ella [la consciencia estética] la obra de arte no pertenece a su mundo, sino que a la inversa es la consciencia estética la que constituye el centro vivencial desde el cual se valora todo lo que vale como arte» (Gadamer, H-G; Verdad y método. Pág. 125).
[13] Schiller, F; Kallias. Cartas sobre la educación estética del hombre. Anthropos, Barcelona, 1990. Introducción de Jaime Feijoó (pág. XXXII).
[14] Ibídem. Pág. 7.
[15] «dado que no puede ser libre nada más que lo suprasensible y que la libertad como tal no puede caer nunca en el terreno de los sentidos, en resumen, ya que aquí lo único que importa es que un objeto aparezca libre, y no que lo sea realmente, así pues, esta analogía de un objeto con la forma de la razón práctica no es libertad de hecho, sino sólo libertad en la apariencia, autonomía en la apariencia» (Schiller, F; Kallias. Pág. 19).
[16] Ibídem. Pág. 355.
[17] Ibídem. Pág. 89.
[18] Schiller substituye el libre juego de las facultades por la teoría de los impulsos de Fichte, la cual proponía -a partir del concepto de acción o determinación recíproca- coordinar y subordinar a la vez dos actividades. En este sentido, en Schiller el impulso de juego es el principio de acción de la belleza, que engloba en un movimiento dialéctico la facultad sensible y la facultad racional.
[19] «es conocido que de la idea primera de una educación a través del arte se acaba pasando a una educación para el arte» (Gadamer, H-G; Verdad y método. Pág. 122).
[20] Schiller, F; Kallias. Cartas sobre la educación estética del hombre. Pág. 171.