4.24.2011

complejo de acteón (1): claudia cardinale


La primera figurante a despertar en mi entrevisiones estéticas y metafísicas es la actuación, casi fugaz, de Claudia Cardinale en 8 1/2 de Federico Fellini. Pieza clave del relato, la vemos solamente en una de las primeras escenas -vestida de blanco- en una aparición onírica de la que es víctima Guido (Marcello Mastroianni), pues un instante después, su cuerpo es substituido por el de otra. El metraje transcurre y no es hasta el final del film que nos volvemos a encontrar con Claudia, puesto que ese es también el nombre que recibe en la película: otro pliegue más a través del que Fellini nos catapulta a un nuevo nivel narrativo de la película. Esta nueva aparición de Claudia se da en el cine, en el preciso instante en que Guido está más presionado y saturado: su puesta en escena canaliza toda la tensión acumulada, pues su figura -recortada por la oscuridad del cine-atrapa a Guido como para acabar con todo y marcharse con ella.

                                  

Fellini calibra una mínima puesta en escena de este personaje que condensa a partes iguales inocencia y sensualidad; o quizá sería mejor decir que es su inocencia la que conlleva la sensualidad o que su sensualidad desborda y se convierte en inocencia, o quizá que su sensualidad es inocente o que ante su sensualidad -nosotros, espectadores- quedamos inocentes como niños. Y, al igual que a Gido, nos late puerilmente el corazón.




Claudia es la única capaz de sustraer de Guido de sus problemas y de hacer que piense en dejarlo todo y dedicarse por entero a una labor: es también la que detiene el ritmo de un film que alternaba a toda velocidad escenas cómicas, oníricas y trágicas, de modo que es Claudia quien nos absuelve de la tensión y la atmósfera opresiva y irreal de la película.



Siempre el mismo punto de vuelta: principio y fin del film. Lo que me remite -ya para terminar- a las palabras de Pauls en su novela El pasado:

“Pensó en su rigidez, en cómo le costaba admitir que los accidentes de las cosas participaban de las cosas y que la lógica de las cosas era la discontinuidad, el vaivén, la alternancia rítmica de momentos accidentales más o menos arbitrarios y momentos de estabilidad más o menos predecibles. Quizá, después de todo, del otro lado de lo que él llamaba tortura hubiera siempre otra cosa, no más tortura, como tendía a pensar, preso en la creencia de que el movimiento interno de las cosas sólo obedecía a dos parámetros, disminución e incremento, sino, por ejemplo, remansos de sosiego y felicidad, escenas bucólicas, epifanías de una armonía escandalosamente burguesa, como las que ahora veía. Se reanimó.”

4.18.2011

complejo de Acteón

En La broma infinita, David Foster Wallace llama Complejo de Acteón  a “una especie de profundo miedo filogénico a la belleza transhumana”. Algo así siento yo, aunque podría substituir la palabra miedo por fascinación o asombro, o quizá cualquier otra palabra que diese a entender esa atracción animal que ciertas figuras despiertan en mi. Sin despreciar la realidad real –tal y como la denomina Vargas Llosa- , creo que esta sensación de belleza transhumana de la que habla Foster Wallace es más propicia a aparecer en las criaturas ficcionadas, productos de la literatura o del cine. Ahí está el caso Dulcinea: la princesa más bella que hay en  la Mancha y en el Mundo, honor de la caballería andante de la que Don Quijote es garante excepcional, en todos los sentidos. Pues Sancho, al descubrir en el capítulo XXV de la primera parte que Dulcinea es en realidad Aldonza Lorenzo, labradora poco agraciada, le echa en cara a Don Quijote lo poco que tiene esa de princesa, a lo que Don Quijote responde:
            “Así que Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra. Sí, que no todos los poetas que alaban damas debajo de un nombre que ellos a su libre albedrío les ponen, es verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las Amarilis, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, las Fíliadas y otras tales de que los libros, los romances, las  tiendras de los barberos, los teatros de las comedias están llenos, fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de aquellos que las celebraron? No, por cierto, sino que las más se fingen por dar sujeto a sus versos y porque los tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para serlo. Y así, bástame a mi pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta, (..) y yo me hago cuenta de que es la más alta princesa del mundo”
            Podemos ver en la actitud de Don Quijote una forma de entender la literatura, en lo que se refiere a los poetas y sus damas, como ensalzamiento de las figuras, intento de entronizar unas mujeres independientemente de su estatus real: es la creación de un aura especial, empresa eminentemente imaginativa -pues requiere y se sirve de la imaginación del lector-; es un desplazamiento que convierte los cuerpos en puntos de fuga donde poco acaban importando, al fin, esos cuerpos reales. Si bien podría objetarse que eso no es así el cine, pues la imaginación no ocupa el lugar principal que sí goza en la literatura, podría responderse que la articulación cinematográfica en un discurso acaba, de una forma u otra, ficcionalizando el rostro que reproduce: al mostrar solo pedazos, imágenes minuciosamente escogidas, consigue un efectismo que es letal a la hora de recrear el personaje en el imaginario del espectador.
            Así, lo que aquí me propongo no es más que una confesión a modo de lista, de notas para una antología personal -un top ten privado- de algunas de las figuras femeninas ficcionales que han despertado ese complejo de Acteón, me han hecho sentir ese goce de voyeur, una mirada culpable y deleitosa castigada por Diana. Iré publicando con, espero, cierta regularidad las elegías a esas manzanas de Atalanta.
A modo de epílogo, y para paliar –si es necesario- ese distanciamiento del mundo físico, de la realidad real, llevada a cabo por el elogio de las figuras y cuerpos ficcionales, cabe tan sólo volver a Cabrera Infante, a su obra de corte autobiográfico Cuerpos divinos. En ella nos relata cómo, estando con una joven ninfa, enardecido por la pasión de encontrase a ocultas en su casa de niña bien, oye a su estomago roncar más de lo que debiera, produciendo así una suerte anticlímax. Su estomago, incesante, ruge -aún más- hasta el extremo de llevarlo a pedir disculpas a la chica, a que le perdone “por el tripeo”. A esto ella le responde “una frase que nunca olvidaré, más inolvidable que el momento: No somos cuerpos divinos. ¿De dónde había sacado ella esta frase memorable? No lo supe nunca, pero fijó el momento para siempre, más que la música de Billie Holliday, más que el sabor de sus senos, más que el rumor de mis tripas, y que sería imposible de olvidar”.

4.17.2011

Roberto Esposito o el pensamiento de lo impersonal (2)

Finalmente encontramos la propuesta de Esposito de un pensamiento, de un práctica, de lo impersonal: no se trata de repudiar el término persona sino de revalorizarlo. Para logarlo parte de tres ámbitos distintos: la justicia, la literatura y la vida.
                En relación al tema de la justicia recupera el pensamiento de Simone Weil, quien denuncia el carácter particulista y, por tanto, excluyente de la conjunción entre derecho y persona: cree que el único modo de pensar una justicia universal ha de encontrarse en aquello impersonal, “es aquello que da la vuelta a lo propio haciéndolo impropio”[1][1]. Weil no quiere negar la persona: la función de lo impersonal es eliminar el bloqueo interior dentro de la persona, su mecanismo de discriminación y separación.
En el campo de la literatura Esposito recupera la obra de Blanchot, quien abre el camino hacia lo impersonal en la escritura, “rompiendo la relación de interlocución que en la palabra dialógica vincula la primera y la segunda persona”[2][2]. Se busca una descentramiento de la voz narrativa, una renuncia por parte del escritor a favor de la impersonalidad de una historia representada por personajes que ellos mismos están privados de identidad (está pensando en las aportaciones de Musil i Kafka): la impersonalidad penetra en la estructura misma de la obra, “exponiéndola a una continua salida de sí”[3][3].
El tercer elemento que Esposito quiere relacionar con el paradigma de lo impersonal es la vida, y en filosofía ha sido tratado por Foucault y Deleuze: el camino de la deconstrucción de la persona pasa por el pliegue de la vida (en tanto que inmanencia) sobre sí misma, eliminando cualquier figura de transcendencia. No por casualidad la idea que corona este pensamiento es la de “devenir animal” de Deleuze. Hay una reivindicación de la animalidad como nuestra natura más intrínseca: “el devenir animal del hombre, y en el hombre, significa – y exige- la disolución del nudo metafísico presente en la idea y en la práctica de la persona, a favor de un modo de ser hombre, ya no en camino hacia la cosa, sino finalmente coincidente sólo consigo mismo”[4][4].
Esposito quiere mostrar como el concepto de persona, con la carga teórica de que va acompañado, deviene un elemento negativo para el propósito que persiguen aquellos quienes lo promocionan. Es este el motivo que lo lleva a hablar de un pensamiento impersonal: quiere dinamitar la noción de persona para poder así reconciliar al hombre con el hombre. La noción de persona va acompañada siempre de un desdoblamiento, eso es, de un límite, una distinción: esto es persona, esto es cosa. Esta taxonomía es clava en el sí de un sistema biopolítico: si hay una primacía ontológica de la vida de la persona respecto de las otras formas de vida, entonces –como Esposito apunta- el paso de la biopolítica a la tanatopolítica es muy pequeño.
La voluntad de tender hacia un espacio de impersonalidad es un tema que, formulado de distinta forma, estaba ya, como hemos visto, presente en la obra de Foucault: fue él quien puso de manifiesto el trabajo de la norma en nosotros, quien señaló como el hombre era capaz de autoimponerse ciertos preceptos; en otras palabras, apunto al poder de subjetivación a partir de las tecnologías del yo. Parece que Esposito tiene presente la idea foucaultiana de perder el rostro: “Más de uno, como yo sin duda, escriben para perder el rostro. No me pregunten quién soy, si me pidan que permanezca invariable”[5][5]. Si Foucault halaba de la experiencia de autotransformación y des-subjetivación en la escritura –tanto en la filosofía como en la literatura- no es extraño que Esposito se decante también por esta y se centre tanto en Foucault como en el trabajo teórico de Blanchot.
Por lo tanto, y ya a modo de conclusión, se puede decir que lo que Esposito está haciendo responde –en gran medida- al proyecto foucaultiano: parte de uno de los conceptos que más fortuna ha hecho (y sigue haciendo) durante les últimos años y se propone su genealogía, teniendo por objetivo mostrar la inadecuación del mismo. A partir de aquí entronca con el trabajo de des-subjetivación, renombrándolo bajo el nombre de pensamiento de lo impersonal, y entiende esta empresa como una forma de reconciliar al hombre con sí mismo –viejo ideal humanista- , como una forma de suprimir esa escisión interior que origina el concepto de persona.


[1][1] Esposito, R; Términos de la política. Comunidad, inmunidad, biopolítica
[2][2] Ibídem
[3][3] Ibídem
[4][4] Ibídem
[5][5] Foucault, M; La arqueología del saber, Siglo XXI, 2009, Madrid

4.10.2011

Roberto Esposito o el pensamiento de lo impersonal (1)

(Comentario del capítulo 11 de Términos de la política. Comunidad, inmunidad, biopolítica de Roberto Esposito. La primera parte es una reflexión acerca del concepto de persona y la segunda trata de la posbilidades de superar el concepto)

Si podemos enunciar, simplificando, que el objetivo principal del pensamiento de Roberto Esposito es el de ofrecer un aparato conceptual nuevo que permita comprender los fenómenos del presente[1][1], y para su propósito se sirve de la concepción biopolítica de Foucault, es fácil observar como este objetivo de carácter prescriptivo ha de ir acompañado de un trabajo negativo, de denuncia, respecto de un instrumental conceptual que ya no es válido. Así las cosas, podemos afirmar –a grandes rasgos- que aquello que aquí hace Esposito es una deconstrucción del concepto de persona a partir de su genealogía. Pero esto no sino un medio: su objetivo final es mostrar la obsolescencia y la inadecuación del término persona como instrumento de análisis responde al doble desdoblamiento que provoca en el objeto al que se aplica –desdoblamiento respecto de si mismo y respecto de los otros-. Por este motivo Esposito propondrá una filosofía de lo impersonal[2][2], no como una forma de negar el concepto de persona, sino de transcenderlo para reconciliar así los desdoblamientos que este provoca. Por vamos paso a paso.
Esposito empieza poniendo de manifiesto que hoy en día la noción de persona se ha convertido en el referente de todo discurso, ya sea filosófico, político o jurídico, que esté dedicado a reivindicar el valor de la vida humana: como ejemplifica la disputa entre cristianos y laicos por el tema de los embriones, devenir persona es visto como el paso crucial de la material biológica a algo de carácter intangible. Entonces, la noción disfruta de una primacía ontológica absoluta, puesto que sólo la vida que ha traspasado ese límite simbólico que es la noción de persona puede ser considerada una vida apreciable. Además, eso viene avalado por el derecho jurídico: el sujeto de derecho no es otro que aquel que puede ser considerado persona.
 “Persona” es un término que después del nazismo se ha impulsado como noción universalmente válida que hiciese posible la expansión de los derechos fundamentales de los seres humanos (es el caso de Hannah Arendt). Incluso la reflexión sobre la identidad (y así, sobre la persona) es el único punto de contacto en filosofía entre el pensamiento analítico y el así llamado continental, de manera que esta corriente –a la cual se puede sumar el reavivamiento de la mano de Ricoeur del personalismo- y con ella, el concepto de persona, devienen elementos hegemónicos de la reflexión contemporánea. En palabras de Esposito: en suma, si hay en la cultura contemporánea un punto de convergencia incontestado, casi un postulado que actúa como condición y fuente de legitimación para todo discursos <<filosóficamente correcto>>, éste es la afirmación de la persona –de su valor filosófico, ético, político[3][3].
Una vez hecha esta constatación Esposito se pregunta por los resultados, puesto que una mirada al panorama internacional muestra como entre los derechos humanos se cuenta el derecho a la vida como uno de los más fundamentales: a pesar de esto, parece ser el más contradicho por el mundo; o lo que es lo mismo, por la guerra, por los millones de personas que mueren de hambre. Entonces, de donde procede la referencia normativa a los valores de la persona como universal? – se pregunta Esposito. Una posible respuesta aduce que es debido a la parcialidad, a la no total aplicación del concepto de persona, que se producen ese tipo de fenómenos. Esposito, en cambio, entiende todo lo contrario: es por su su invasión, su exceso[4][4]. Para él la categoría de persona no reconcilia, no rellena el hueco entre derecho y hombre, sino que lo hace más grande: el problema no es no haber entrado debajo el dominio de la persona, sino más bien el no haber salido aún.
El concepto de persona aparece entonces como un auténtico discurso performativo, como una larga historia a sus espaldas, cuyo primer efecto es el de borrar su propia genealogía[5][5]. Parte de una doble raíz, cristiana y romana, y Esposito cree que lo principal es el efecto de desdoblamiento, que se hace patente en la idea de máscara: es algo pegado al rostro del actor, pero que nunca coincide con este –aún en el caso de la máscara mortuoria- y, por lo tanto, hay una escisión originaria, que en el caso del cristianismo expresa la no coincidencia de la persona con el cuerpo viviente.
Ahora pasa a considerarlo desde el punto de vista de la experiencia jurídica romana, puesto que entre las múltiples tipologías de hombre que prevé o produce ese sistema, hay el concepto de persona: su definición nace en negativo a partir de la diferencia que se presupone respecto de aquellos que no lo son. Además, nadie nace persona, puesto que hay todo un proceso de selección y exclusión que, según Esposito, traspasa a los sistemas jurídicos modernos: tienen en común la diferencia entre la cualidad de la persona y el cuerpo del hombre sobre el cual se implanta. Por lo tanto, no sólo persona no coincide con homo (..) sino que se define en esta diferencia misma. Es éste el motivo originario (..) por el que la categoría de persona no permite pensar un derecho propiamente humano, haciéndolo imposible. Persona es el término técnico que separa la capacidad jurídica y la condición natural del ser humano[6][6]”.
A partir de este punto hay un salto del derecho romano a la revolución francesa, y apunta a como la declaración de los derechos humanos está también travesada por la distinción entre aquello propiamente subjetivo y una parte biológica, animal, dando así lugar a una doble separación: la primera en el interior del hombre, entre parte racional (susceptible de ser “personal”) y la animal; la segunda distinción es entre aquellos hombres en que la parte racional o personal domina (serán, evidentemente, las personas) y aquellas en que domina la parte animal. Eso es, precisamente, lo que había visto Heidegger en la consideración de que el hombre como animal racional conduce a antinomias[7][7].
Por lo tanto, la noción de persona es un dispositivo “separador y excluyente que (..) atraviesa y trasciende la oposición tradicional entre cultura laica y cultura católica[8][8] y que, según Esposito, tiene su máxima expresión en la bioética de origen liberal: toda atribución de personalidad supone excluir parte de la vida, de forma que es un mecanismo que superpone o yuxtapone hombres-humanos y hombres-animales. Esto es así hasta el punto que el dispositivo de persona es un instrumento conceptual a través del que se puede llegar a tratar la muerte (aborto, eutanasia).






[1][1] Él mismo anuncia, en el resumen que el mismo hizo de su obra  Bíos. Biopolítica y filosofía (Amorrortu, Buenos Aires, 2006)  que: “la impresión es que continuamos moviéndonos dentro de una semántica que ya no es capaz de devolver trozos significativos de realidad contemporánea; se queda, en todo caso, en la superficie o en los márgenes de un movimiento que es mucho más profundo”.
[2][2] A este tema Esposito dedicará todo un libro: Tercera persona. Política de la vida y filosofia de lo impersonal (Amorrortu, Buenos Aires, 2009).
[3][3] Esposito, R; Términos de la política. Comunidad, inmunidad, biopolítica
[4][4] Ibídem
[5][5] Ibídem
[6][6] Ibídem
[7][7] Lo señala también Peter Sloterdijk en Reglas para el parque humano (Siruela).
[8][8] Ibídem

4.03.2011

suplicio de tántalo

En el prefacio de Las palabras y las cosas[1], Michel Foucault relata que su libro nace de un texto de Borges, “de la risa que sacude al leerlo, todo lo familiar al pensamiento”, y ese texto no es otro que “cierta enciclopedia china” que reproduce Borges en El idioma analítico de John Wilkins[2], donde está escrito que “los animales se dividen en a) pertenecientes al emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”. Este texto pone de relieve los resortes del lenguaje, los límites del pensamiento (de nuestro pensamiento), y de cómo esta taxonomía nos resulta inconcebible.
     Rayuela podría ser visto como un intento (¿cumplido?) de trazar, como Borges, el límite de lo concebible y lo inconcebible para poder así tratar de rebasarlo. Por eso uno de los temas que subsisten al largo de la novela, y que pude considerarse eje central de esta, es la desconfianza ante el lenguaje como herramienta para expresar el mundo. Las alusiones a esta condición son constantes: “No hagamos literatura (..) No saquemos a relucir las perras palabras, las proxenetas relucientes[3] o bien: “- Estás usando palabras –dijo Oliveira, apoyándose mejor en Etienne-. Les encanta que uno las saque del ropero y las haga dar vueltas por la pieza. Realidad, hombre de Neanderthal, míralas cómo juegan, cómo se nos meten por las orejas y se tiran por los toboganes[4].
     Los personajes que encarnan y dan a conocer esta desconfianza son principalmente Oliveira y Morelli. En el caso de Horacio ese desprecio hacia las perras palabras proviene de la consideración por la cual es el lenguaje que encierra la visión occidental, y por lo tanto racional, del mundo: así este aparece como herramienta y prisión, pues es el único medio para expresarse y a su vez es la cárcel, en la medida que nos impone una visión del mundo que pasa por dicotomías y definiciones, por una racionalización del mundo. Lo que a Horacio le molesta es ese hablar en nosotros del lenguaje que denunciaba Heidegger, el encorsetamiento que comporta el uso de un lenguaje, de unas palabras, que no son las nuestras, que están marcadas por el categorismo kantiano y el cogito cartesiano, paradigmas inexcusables de la Razón que tanto rehúye el protagonista.
     Una posible visión de Oliveira como perseguidor puede ejemplificarse en esta cruzada particular contra el lenguaje: su búsqueda no puede ser lingüística, pues al otro lado de las cosas no se puede llegar a través de las palabras, y esta es la razón de su voluntad de retorno a un espacio prelógico, atávico: “el logos que nos arranca vertiginosamente a la escala zoológica, es una estafa perfecta. Y el corolario inevitable, el refugio en lo infuso y el balbuceo, la noche oscura del alma, las entrevisiones estéticas y metafísicas[5]. Por lo tanto, para Oliveira el lenguaje es límite a superar, pues el mundo lo excede, y su propósito es romper con ese ideario que soslaya parte de la realidad, aquella que solo es aprehensible mediante la intuición: la realidad sensitiva e irracional, el mundo de la Maga.
     Como contrapunto a la posición de Horacio encontramos al viejo Morelli. En su caso la búsqueda no es vital, o no lo es primordialmente, pues ya no nos encontramos con la figura del flâneur de Baudelaire o el Antoine Roquentin sartriano, ya no es la acuciante existencia la que marca al personaje, sino que esta vez nos encontramos con un problema literario: la mímesis, la representación de la realidad en la literatura. Morelli, entonces, ejerce de embajador de Cortázar dentro de la obra: escritor sin obra del que solo conocemos sus comentarios, una suerte de teoría literaria  esparcida en forma de glosa. Él también siente la incapacitad y las limitaciones del lenguaje: “No es la primera vez que alude al empobrecimiento del lenguaje –dice Etienne-. Podría citar varios momentos en los que los personajes desconfían de sí mismos en la medida que se sienten como dibujados por su pensamiento y su discurso, y temen que el dibujo será engañoso. (..) Lo que Morelli quiere es devolverle al lenguaje sus derechos. Habla de espurgarlo, castigarlo (..) Morelli condena en el lenguaje el reflejo de una óptica y de un Organum falsos e incompletos, que nos enmascaran la realidad, la humanidad[6].
     Así las cosas, parece que tanto las reflexiones del doppelgänger de Cortázar, como las de Horacio Oliveira recaen –aunque por motivos diferentes- en una crítica del lenguaje. Por lo tanto, lo que aquí pretendemos es ver como Cortázar usa el lenguaje y de que medios se sirve para superar los problemas que sus personajes plantean en la obra. Aquí el juego tendrá un papel fundamental: será el instrumento con que Cortázar modelará el lenguaje para poder conseguir su objetivo, que no es otro que prescindir de los esquemas habituales como el principio de causalidad, el racionalismo, la coherencia psicológica de los personajes. O lo que es lo mismo, escribir siguiendo el proyecto morelliano.
     Pero lo peor de esa desconfianza hacia el lenguaje, ese instrumento engañoso, es su ambivalencia que antes habíamos apuntado: es la herramienta con la que se lucha y contra la que se lucha, terrible paradoja que muestra los límites humanos, lo inconcebible de esa enciclopedia china que reproduce Borges. Ese es el motivo por el cual Andrés Amorós, en su introducción a Rayuela, hable del lenguaje como círculo vicioso, como suplicio de tantálico del que no existe escapatoria[7].



[1] Foucault, M; Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, 2009, Madrid.
[2] Borges, J.L; El idioma analítico de John Wilkins, dentro de Otras inquisiciones
[3] Capítulo 23
[4] Capítulo 28
[5] Capítulo 28
[6] Capítulo 99
[7] Cortázar, J; Rayuela, Cátedra, 2010, Madrid. Página 37.

el maravilloso mundo de Fernández Mallo

El hacedor (de Borges), Remake es el último libro de Agustín Fernández Mallo. Debo reconocer que de no ser por la evocación de Borges, y por el hecho de que, hace ya un tiempo, vi como Fernádenz Mallo recitaba uno de los cuentos, no me lo habría leído, pues no me cuento entre los fieles adeptos a la lectura de su Proyecto Nocilla.

     En este último libro, creo que ha conseguido construir un verdadero mundo poético autónomo, capaz de recoger dentro de sí una serie de elementos (literarios, cinematográficos, informáticos) sin caer en la dispersión y el paroxismo del que, a mi parecer, pecaba en su trilogía. Quizá sea yo un lector demasiado ortodoxo. Aún con todo, creo que aquí Fernádez Mallo ha cuajado su universo en el mundo mágico y metafísico de Borges: ha despojado una realidad onírica, de refracciones y imágenes engañosas, de todos sus elementos infraestructurales, de lo propio del argentino, y lo ha substituido por otro mundo, igual de mágico, el mundo de la tecnología. Los tigres, Dante y Cervantes, el infinito o los espejos desaparecen de los cuentos para abrir las puertas a otro mundo duplicado, el de Google Maps, a las escenas ensoñaciones lychianas, a los cómics de Marvel o a los universos paralelos de Lost.  
     Como el Borges que suplanta al otro Borges, Fernández Mallo ha suplantado todo su universo. Creo que el gran acierto del libro consiste en seguir a Borges hasta donde la ortodoxia de su postpoética se lo permite: quizá la mejor muestra esté en el cuento Una rosa amarilla, donde el protagonista, encerrado de noche en el Instituto Cervantes de Nueva York, se pregunta y piensa y se obsesiona en si una cámara de vigilancia lo estará gravando, y en quien estará delante de la pantalla, que alumbrará la pantalla que contiene su imagen reflejada en la casa del vigilante, o en su despacho, o en el mismo Instituto Cervantes de Nueva York.
   Otro cuento que permite ser conscientes de hasta que punto es capaz de aprehender los principios axiológicos que rigen el universo del argentino es Mutaciones: en él, el mundo se duplica a través del mapa interactivo en el iPhone del protagonista, y Google Maps ejerce de espejo borgeano, doblando la perspectiva de la realidad, tratando de hacer coincidentes el mundo virtual y el mundo real. El clímax inexcusable está en la tercera parte de ese relato, en la fusión que se da entre el mapa, la película de Antonioni, la expedición que fue a reconstruir la película de Antonioni, y el vídeo con Mónica acercándose en la pantalla, a punto de cruzarla, pero quedándose para siempre, perdida como se encontraba, en el mundo virtual.
   Dejo, por último, el video de la conferencia que vi hace ya un tiempo, en dónde Fernández Mallo lee el cuento que en el libro recibe el título de Parábola de Cervantes y el Quijote.


4.02.2011

primera casilla

En la calle hay gente mirando. Un tablón se extiende de ventana a ventana, dos edificios enfrentados, contrapuestos a uno y otro lado de la calle. En las ventanas, desde las que se tiende el tablón de una a otra,  dos figuras parecidas, casi iguales, que son espejo uno del otro, maldición borgeana.  Imágenes que se explican o se oponen, una única metáfora: un tablón que ejerce de puente o pasaje, tablón que es una figura. Más, ¿Qué une? A un lado Oliveria, al otro Traveler y en medio, o de ambos lados, Talita.
     Un tablón que une a dos personajes que no son dos, sino uno, duplicación perspectiva de la realidad. Efecto doppelgänger. Un tablón que es, o sólo puede ser, la literatura: mero juego que se sacraliza, deviene lucha existencial. La más preciosa expresión de lo que es o debería ser ese arte, el de escribir. Tan sólo eso, una suerte de ritual epifánico que hace del tablón y de su paso en él una situación límite, tablón que deviene espacio teatral, lugar donde representar esa tragedia clásica: a un lado Eteocles, al otro Polinices. Visibilidad de dos personas que representan segregaciones metamórficas, la coincidencia entre el rimbotiano yo soy otro y el existencialismo de el infierno son los demás – dice Lezama Lima, con su habitual, que no por eso menos genial, manierismo. 
     Juego de juegos, de la tierra al cielo, de una ventana a otra: la necesidad de hacer del absurdo égida con que atenerse a categorías kantianas y cartesianas mentes, para enfrentarse a ese cogito banal. Juego para acabar con ello, para terminar con esa jaula para tristes tigres. Escalera por la que subir y luego darle una patada. O esa ventana que hay que abrir de par en par para tirar todo a la calle, pero sobretodo hay que tirar también la ventana, y nosotros con ella. El lenguaje, al fin. Ese mismo que habla en nosotros -Heidegger dixit- y que ha de ser abolido con el cortazariano arte de lo indecible, evocación de ese estado atávico, prelógico, ese paradíso onírico que es recreación de la infancia con resortes de voluntad nietzscheana. Pero para ello se necesitan tablones, se necesitan palabras, perras palabras, para excentrarse persiguiendo el centro, inalcanzable salida del laberino: sueño icárico o hilo de Ariadna.