4.24.2011

complejo de acteón (1): claudia cardinale


La primera figurante a despertar en mi entrevisiones estéticas y metafísicas es la actuación, casi fugaz, de Claudia Cardinale en 8 1/2 de Federico Fellini. Pieza clave del relato, la vemos solamente en una de las primeras escenas -vestida de blanco- en una aparición onírica de la que es víctima Guido (Marcello Mastroianni), pues un instante después, su cuerpo es substituido por el de otra. El metraje transcurre y no es hasta el final del film que nos volvemos a encontrar con Claudia, puesto que ese es también el nombre que recibe en la película: otro pliegue más a través del que Fellini nos catapulta a un nuevo nivel narrativo de la película. Esta nueva aparición de Claudia se da en el cine, en el preciso instante en que Guido está más presionado y saturado: su puesta en escena canaliza toda la tensión acumulada, pues su figura -recortada por la oscuridad del cine-atrapa a Guido como para acabar con todo y marcharse con ella.

                                  

Fellini calibra una mínima puesta en escena de este personaje que condensa a partes iguales inocencia y sensualidad; o quizá sería mejor decir que es su inocencia la que conlleva la sensualidad o que su sensualidad desborda y se convierte en inocencia, o quizá que su sensualidad es inocente o que ante su sensualidad -nosotros, espectadores- quedamos inocentes como niños. Y, al igual que a Gido, nos late puerilmente el corazón.




Claudia es la única capaz de sustraer de Guido de sus problemas y de hacer que piense en dejarlo todo y dedicarse por entero a una labor: es también la que detiene el ritmo de un film que alternaba a toda velocidad escenas cómicas, oníricas y trágicas, de modo que es Claudia quien nos absuelve de la tensión y la atmósfera opresiva y irreal de la película.



Siempre el mismo punto de vuelta: principio y fin del film. Lo que me remite -ya para terminar- a las palabras de Pauls en su novela El pasado:

“Pensó en su rigidez, en cómo le costaba admitir que los accidentes de las cosas participaban de las cosas y que la lógica de las cosas era la discontinuidad, el vaivén, la alternancia rítmica de momentos accidentales más o menos arbitrarios y momentos de estabilidad más o menos predecibles. Quizá, después de todo, del otro lado de lo que él llamaba tortura hubiera siempre otra cosa, no más tortura, como tendía a pensar, preso en la creencia de que el movimiento interno de las cosas sólo obedecía a dos parámetros, disminución e incremento, sino, por ejemplo, remansos de sosiego y felicidad, escenas bucólicas, epifanías de una armonía escandalosamente burguesa, como las que ahora veía. Se reanimó.”

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