4.03.2011

suplicio de tántalo

En el prefacio de Las palabras y las cosas[1], Michel Foucault relata que su libro nace de un texto de Borges, “de la risa que sacude al leerlo, todo lo familiar al pensamiento”, y ese texto no es otro que “cierta enciclopedia china” que reproduce Borges en El idioma analítico de John Wilkins[2], donde está escrito que “los animales se dividen en a) pertenecientes al emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”. Este texto pone de relieve los resortes del lenguaje, los límites del pensamiento (de nuestro pensamiento), y de cómo esta taxonomía nos resulta inconcebible.
     Rayuela podría ser visto como un intento (¿cumplido?) de trazar, como Borges, el límite de lo concebible y lo inconcebible para poder así tratar de rebasarlo. Por eso uno de los temas que subsisten al largo de la novela, y que pude considerarse eje central de esta, es la desconfianza ante el lenguaje como herramienta para expresar el mundo. Las alusiones a esta condición son constantes: “No hagamos literatura (..) No saquemos a relucir las perras palabras, las proxenetas relucientes[3] o bien: “- Estás usando palabras –dijo Oliveira, apoyándose mejor en Etienne-. Les encanta que uno las saque del ropero y las haga dar vueltas por la pieza. Realidad, hombre de Neanderthal, míralas cómo juegan, cómo se nos meten por las orejas y se tiran por los toboganes[4].
     Los personajes que encarnan y dan a conocer esta desconfianza son principalmente Oliveira y Morelli. En el caso de Horacio ese desprecio hacia las perras palabras proviene de la consideración por la cual es el lenguaje que encierra la visión occidental, y por lo tanto racional, del mundo: así este aparece como herramienta y prisión, pues es el único medio para expresarse y a su vez es la cárcel, en la medida que nos impone una visión del mundo que pasa por dicotomías y definiciones, por una racionalización del mundo. Lo que a Horacio le molesta es ese hablar en nosotros del lenguaje que denunciaba Heidegger, el encorsetamiento que comporta el uso de un lenguaje, de unas palabras, que no son las nuestras, que están marcadas por el categorismo kantiano y el cogito cartesiano, paradigmas inexcusables de la Razón que tanto rehúye el protagonista.
     Una posible visión de Oliveira como perseguidor puede ejemplificarse en esta cruzada particular contra el lenguaje: su búsqueda no puede ser lingüística, pues al otro lado de las cosas no se puede llegar a través de las palabras, y esta es la razón de su voluntad de retorno a un espacio prelógico, atávico: “el logos que nos arranca vertiginosamente a la escala zoológica, es una estafa perfecta. Y el corolario inevitable, el refugio en lo infuso y el balbuceo, la noche oscura del alma, las entrevisiones estéticas y metafísicas[5]. Por lo tanto, para Oliveira el lenguaje es límite a superar, pues el mundo lo excede, y su propósito es romper con ese ideario que soslaya parte de la realidad, aquella que solo es aprehensible mediante la intuición: la realidad sensitiva e irracional, el mundo de la Maga.
     Como contrapunto a la posición de Horacio encontramos al viejo Morelli. En su caso la búsqueda no es vital, o no lo es primordialmente, pues ya no nos encontramos con la figura del flâneur de Baudelaire o el Antoine Roquentin sartriano, ya no es la acuciante existencia la que marca al personaje, sino que esta vez nos encontramos con un problema literario: la mímesis, la representación de la realidad en la literatura. Morelli, entonces, ejerce de embajador de Cortázar dentro de la obra: escritor sin obra del que solo conocemos sus comentarios, una suerte de teoría literaria  esparcida en forma de glosa. Él también siente la incapacitad y las limitaciones del lenguaje: “No es la primera vez que alude al empobrecimiento del lenguaje –dice Etienne-. Podría citar varios momentos en los que los personajes desconfían de sí mismos en la medida que se sienten como dibujados por su pensamiento y su discurso, y temen que el dibujo será engañoso. (..) Lo que Morelli quiere es devolverle al lenguaje sus derechos. Habla de espurgarlo, castigarlo (..) Morelli condena en el lenguaje el reflejo de una óptica y de un Organum falsos e incompletos, que nos enmascaran la realidad, la humanidad[6].
     Así las cosas, parece que tanto las reflexiones del doppelgänger de Cortázar, como las de Horacio Oliveira recaen –aunque por motivos diferentes- en una crítica del lenguaje. Por lo tanto, lo que aquí pretendemos es ver como Cortázar usa el lenguaje y de que medios se sirve para superar los problemas que sus personajes plantean en la obra. Aquí el juego tendrá un papel fundamental: será el instrumento con que Cortázar modelará el lenguaje para poder conseguir su objetivo, que no es otro que prescindir de los esquemas habituales como el principio de causalidad, el racionalismo, la coherencia psicológica de los personajes. O lo que es lo mismo, escribir siguiendo el proyecto morelliano.
     Pero lo peor de esa desconfianza hacia el lenguaje, ese instrumento engañoso, es su ambivalencia que antes habíamos apuntado: es la herramienta con la que se lucha y contra la que se lucha, terrible paradoja que muestra los límites humanos, lo inconcebible de esa enciclopedia china que reproduce Borges. Ese es el motivo por el cual Andrés Amorós, en su introducción a Rayuela, hable del lenguaje como círculo vicioso, como suplicio de tantálico del que no existe escapatoria[7].



[1] Foucault, M; Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, 2009, Madrid.
[2] Borges, J.L; El idioma analítico de John Wilkins, dentro de Otras inquisiciones
[3] Capítulo 23
[4] Capítulo 28
[5] Capítulo 28
[6] Capítulo 99
[7] Cortázar, J; Rayuela, Cátedra, 2010, Madrid. Página 37.

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