6.13.2011

Rayuela, el juego, el lenguaje (1)

1. Funciones del juego


En este pequeño ensayo queremos ver de que modo el juego cumplirá un papel esencial en Rayuela, puesto que es el elemento con el que negociará Cortázar para poder dar ese salto más allá del lenguaje común: más que decir, mostrar las cosas. Aunque el escritor argentino manifiesta explícitamente -a través de Morelli- que sus problemas no son los de Wittgenstein[1], sí es cierto que un acercamiento a la teoría literaria de Cortázar desde el pensamiento del vienés puede sernos útil. Wittgenstein, en el Tractatus logico-phliosophicus, distingue entre decir y mostrar[2]: sólo puede ser dicho aquello que es susceptible de ser verdadero o falso, y en su análisis –muy riguroso- acaba admitiendo que sólo los enunciados de la ciencia, aquellos que describen el mundo, tienen sentido alguno. Por otro lado está el mostrar: todo aquello que no puede ser dicho (de aquí su célebre “de lo que no se puede hablar, hay que guardar silencio[3]) sí puede ser mostrado.
            Así pues, sirviéndonos de la distinción de Wittgenstein más cómo metáfora que nos permita entender a Cortázar que como aplicación rigurosa del análisis wittgensteiniano, podemos entender que el juego, en Cortázar, sirve para mostrar aquello que no puede ser dicho. Éste podría ser, a grandes rasgos, el objetivo (o un objetivo) de Cortázar al introducir el juego como elemento infraestructural de Rayuela: la desconfianza ante el lenguaje lo lleva a utilizar éste mecanismo, que le permite superar los límites de lo que puede ser dicho, romper con las dicotomías occidentales, cambiar los significados, dar un nuevo sentido al lenguaje.
Hemos de ver, entonces, hasta qué punto el juego es pieza fundamental en Rayuela. Saúl Yurkievich, en su ensayo Eros ludens, apunta que “el ludismo es componente basamental en Rayuela[4] y considera que el juego interviene en el proceso de producción del texto, actuando en todos sus niveles: 1) significado; 2) discurso; 3) metanarrativo. Los dos primeros harían referencia a elementos lingüísticos y verbales, mientras que el tercero intervendría a nivel estructural[5].
Los dos primeros niveles pueden ser considerados a la vez, pues en cierto modo se dan conjuntamente: muchas veces es el juego lingüístico -de significado- el que marca el discurso, llegando casi a una suerte de escritura automática en que las palabras se concatenan por libre asociación, no respetando la lógica normal del discurso. Un ejemplo lo encontramos en el capítulo 4: “y los gatos, siempre inevitablemente los minouche morrongos miaumiau kitten kat chat cat gatto”. Aquí al nombrar “los gatos” se entra en una suerte de espiral de significación y el discurso se compone en la sucesión de sinónimos y palabras que se yuxtaponen: mero juego de palabras que Cortázar toma de los surrealistas, y que recibe el nombre de retruécano aliterativo[6]. Podemos empezar a ver ahora como no siempre el juego de palabras es divertimento, sino que éste deviene elemento esencial en la búsqueda de Oliveira. Lo podemos confirmar en el capítulo 18, donde Oliveira, borracho y ensimismado en sus reflexiones, se detiene en el concepto de pureza; su recorrido va de la misma semántica del concepto –“pureza como la del coito entre caimanes, no la pureza de oh maría madre mía con los pies suzios”- hasta su descomposición a partir de una falsa genealogía del concepto, suerte de etimología isidoriana regida por el componente lúdico: “Pureza. Horrible palabra. Puré, y después za. (..) Entender el puré como una epifanía. Damn the language. Entender. No inteligir: entender.”
De la pureza ha pasado al puré como epifanía: el juego opera en el sí del lenguaje para desmontarlo, para deconstruirlo o destruirlo[7] –para decirlo con lo que para Cortázar serían palabrotas que requerirían una hache-, porque no se trata de inteligir, al modo cartesiano, sino de entender.  
            Si bien podríamos enumerar muchos más juegos de este tipo, que son constantes a lo largo de la obra (sobre todo a partir del personaje de Oliveira), mejor pasamos ahora al ejemplo de juego que más bien interrelaciona el nivel semántico y el discursivo: el capítulo 68. Ya al principio de la novela Oliveira vaticina: “vamos a acabar hablándole en glíglico al almacenero o a la portera, se va a armar un lío espantoso [8]. Es la primera noticia de ese lenguaje privado -lenguaje prototípico de los amantes- con el que se nos relatará un episodio amoroso entre Oliveria i la Maga: Cortázar juega con la sonoridad de ciertas palabras inexistentes para evocar todo aquello que no dice, y se sirve de una perfecta distribución sintáctica de éstas, marcando el ritmo y la prosodia para que el lector, sin reconocer -con el intelecto, con su conocimiento anquilosado- ninguna palabra, sea capaz de entender lo que allí se está diciendo. Además, con este juego, Cortázar consigue aquello que tanto desea: que el lector juegue un papel crucial en la creación de la obra, pues su imaginación –esto es, su capacidad de proyectar la posibilidad que en las palabras se ofrece- es lo que articula el sentido del discurso, con el agravante de que se le obliga –como si de una elipsis descriptiva se tratara[9]- a desempeñar ese papel activo en la exégesis del texto, en la recreación en palabras conocidas de la relación sexual, otorgándole así el papel de voyeur al lector[10].
            Quizá, y ya para terminar con esta enumeración de ejemplos de juegos a distintos niveles, cabe nombrar uno que sólo se da a nivel discursivo: en el capítulo 34 Cortázar presenta la escritura como rompecabezas para el lector, pues el autor de las líneas pares es Cortázar, quien nos relata como Oliveria está leyendo un libro de Galdós y lo que éste piensa mientras lo lee, y en las impares nos encontramos reproducida la novela de Galdós. Así las cosas, al principio al lector le parece que aquello que lee no tiene conexión alguna, pero, poco a poco, va empezando a interrelacionar las dos líneas argumentales –que se interpelan a través de los pensamientos de Oliveira, que repite frases de lo que ha leído[11]- , de manera que nos encontramos de nuevo con un papel activo del lector, pues es él quien juega con el discurso, tratando de solucionar el rompecabezas.
Aún con todo, podemos preguntarnos qué función desempeña el juego en relación al lenguaje. Hasta este momento parece que hemos señalado una suerte de función transgresora, que entendería el juego como medio para transformar el lenguaje y para situar al lector en una posición privilegiada. Esta interpretación puede acercarse a la concepción que expone Sara Castro-Klarén de la teoría de la literatura en Cortázar, teoría que ella denomina fabulación ontológica.  A grandes rasgos, para ella la literatura de Cortázar tiene más que ver con la experimentación que con la mímesis aristotélica que fue encumbrada en el realismo decimonónico. Para decirlo en sus palabras, para Cortázar “la literatura no es arte, belleza o moral; es la creación de imágenes o fenómenos perceptuales que en sí mismos son el mundo. (..) El mundo del hombre, el único posible, es, luego, inventado y crece con el paso de la imaginación” y considera que “mientras Cortázar confía en apartarse de las capas sedimentadas del hábito y el empleo tradicional del lenguaje dejándolos descomponerse hasta sus más puros elementos, en realidad sólo descubre más pensamiento[12].
Si bien hay esta función transgresora en que el juego tiene una función teleológica respecto del lenguaje, cuyo objetivo es transcender su uso normal, también hemos visto que, a veces, el lenguaje le sirve a Cortázar (o a sus personajes) como un juego con qué divertirse. Yurkievich en su ensayo entiende que el lenguaje -en su expresión lúdico-humorística- cumple una función de atenuante: suerte de anticlímax que permite a Cortázar no caer en discursos altos y maniqueos, esto es, en la cursilería.
Por lo tanto, por cuestiones pragmáticas, vamos a distinguir entre dos funciones básicas del juego respecto del lenguaje: la primera será la que apunta Yuerkievich, y que llamaremos función lúdico-humorística; la segunda la llamaremos la función poética[13].



[1] Cortázar, J; Rayuela. Capítulo 99: “No le atribuyamos a Morelli los problemas de Dilthey, de Husserl o de Wittgenstein. Lo que ha escrito el viejo es que si seguimos utilizando el lenguaje en su clave corriente, con sus finalidades corrientes, nos moriremos sin haber sabido el verdadero nombre del día”.
[2] En los puntos 6.522 y 6.53  del Tractatus está esa idea: “Existe en efecto lo inexpresable. Tal cosa resulta ella misma manifiesta; es lo místico” y “El método correcto en filosofía consistiría propiamente en esto: no decir nada más que lo que se puede decir, esto es: proposiciones de la ciencia natural” (Wittgenstein, L; Tractatus lógico-philosophicus, Tecnos, 2007, Madrid).
[3] Wittgenstein, L; Tractatus lógico-philosophicus, Tecnos, 2007, Madrid. Pág. 277.
[4] Alzaraki, J; Ivask, I; Marco, J; (ed) Julio Cortázar: la isla final, Ultramar, 1989, Manresa. Pág. 261
[5] De este tercer nivel, el metanarrativo, hablaremos en el apartado 2.3 Metanarrativa y función poética, puesto que al afectar a la obra en su estructura, parece más adecuado tratarlo conjuntamente con la función poética, término que no se introduce hasta más adelante.
[6] Langowski, G; El surrealismo en la ficción hispanoamericana, Gredos, 1982, Madrid. Pág. 149.
[7] Deconstrucción es el concepto que usa Derrida, y destrucción [Destruktion] es el que usa Heidegger: a grandes rasgos, los dos remiten a la desarticulación de la tradición lingüística y hermenéutica que el léxico trae consigo. La idea de destrucción del lenguaje también formaba parte del programa surrealista: “Cortázar cree que el lenguaje ordinario nos engaña, porque sirve para explicarlo todo y, por consiguiente, nos excluye de otras formas de realidad. Por eso lucha contra el uso del lenguaje que considera falso. Sin embargo, las palabras son los únicos instrumentos que posee el escritor, y Cortázar no puede desconocerlas” (Langowski, Gerald; El surrealismo en la ficción hispanoamericana, Gredos, 1982, Madrid. Pág. 149).
[8] Cortázar, J; Rayuela. Capítulo 4.
[9] Tomamos el concepto de elipsis descriptiva, que es propia del cine y particularmente presente en la filmografía de Lynch: en Blue velvet -como apunta Charo Lacalle- se requiere del espectador una “labor de cooperación textual” que lo convierte en “cómplice y artífice necesario de la violencia del filme, al obligarlo a completar numerosos espcios en blanco del texto”. Charo Lacalle toma, a su vez, el concepto de cooperación textual de Umberto Eco (Lacalle, C; David Lynch. Terciopelo azul, Paidós, 1998, Barcelona).
[10] Esta idea es apuntada por Andrés Amorós en su introducción: “Vemos, una vez más, la complicidad con el lector, que, en este caso, se puede volver en contra de él, pues se avergonzará, quizá, al comprobar cómo su imaginación ha recurrido a términos más gráficos que los empleados por el escritor”.
[11] A este trasvase intertextual de las líneas pares a las impares –al microcosmos que recrea este capítulo 34- podría aplicársele  la metáfora de los vasos comunicantes de Vargas Llosa, en la medida que las dos narraciones acaban comunicando a través de esas repeticiones del texto que se cuelan en el pensamiento de Oliveira.
[12] Alzaraki, J; Ivask, I; Marco, J; (ed) Julio Cortázar: la isla final, Ultramar, 1989, Manresa. Pág. 364-365.
[13] Hemos preferido introducir una distinción propia –aunque quizá sea poco precisa- en la medida que la interpretación de Sara Castro-Klarén de la fabulación ontológica parece obviar en demasía el contrapunto lúdico-humorístico que destaca Yurkievich, y corre el riesgo de tomarse demasiado en serio las afirmaciones de Oliveria y Morelli. Además, en la distinción apremia la necesidad pragmática de distinguir en el juego una vertiente humorística y una de poética o transgresora para llegar luego a compararlo con Cabrera Infante, quien calibra -en Tres tristes tigres- esas dos funciones del juego de distinto modo.

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