3.14.2012

De panópticos e intimidades

El desafortunado y explícito título El declive del hombre público ha condenado a Richard Sennett a ser el blanco habitual de toda crítica que tenga por objetivo señalar como la intimidad, lejos de retroceder a las trincheras de la interioridad celebrada por ascetas y pensadores, se ha convertido en plataforma performativa y pública. En esa línea son ya conocidas las palabras de Illouz: «el yo interior privado nunca tuvo una representación tan pública ni estuvo tan ligado a los discursos y valores de las esferas económica y política [...] El establecimiento del yo como asunto público y emocional encuentra su expresión más fuerte en la tecnología de Internet, una tecnología que presupone y pone en acto un yo emocional público».

No quiero aquí perderme en disquisiciones barrocas acerca de la sociología de las emociones y la codificación política de la intimidad como discurso público, sino hablar del "último" fenómeno televisivo del mundo de las teleseries, Black mirror. Es un tríptico formado por tres capítulos autónomos, que tienen en común la temática crítica o, más bien, la puesta en cuestión de la representación tecnológica (ya sea televisiva o biotecnológica).

            El primer episodio se puede situar en el contexto de la televisión metacrítica: se inscribe en la línea que va de Videodrome a Inland Empire. La televisión como medio perverso, como instrumento de domino político, la televisión como opio del pueblo. Pero Black mirror va más allá: la televisión deja de ser juzgada como instrumento ideológico para devenir mero soporte de representación de una realidad venida a menos, convertida en reality show. La maquinaria televisiva es sólo un engranaje imbricado en los mecanismos de Internet: Facebook, Twitter, Youtube.

            La trama es simple: un desconocido grupo terrorista secuestra la princesa de Inglaterra, y manda un video a Youtube de ésta pidiendo que, si no quieren que la maten, el primer ministro inglés debe aparecer en televisión y follarse a un cerdo (a la dogma 95, dicen, con un velo poco velado de ironía). Las instrucciones son claras y simples: el guión, soberbio. Lo que observamos es como las redes sociales, junto con la televisión, impiden que el gobierno sea capaz de controlar la situación: el mismo poder socializado y celebrado que ocupó la primavera árabe, ahora es puesto en escena como arma terrorista.


            Aun así, este ejercicio retórico y crítico que supone el primer episodio, sería menos efectivo si no contara con un contrapunto necesario: el tercer episodio. En el primero vemos como la tecnología es capaz de poner en juego unos mecanismos que, a través de la coacción, son capaces de llevar a la pantalla una escena escabrosa, y que esta se convierta en "la primera gran obra de arte del s. XXI". La intimidad es expuesta y pública: pero aquí aún hay algo amanerado, construido. El tercer episodio, en cambio, supone -aparentemente- un paisaje irreal: es un relato de ciencia ficción, un relato de como la biotecnología podría cambiar nuestras vidas. Por lo tanto, a primera vista, todo apunta a que el mundo diegético que se nos describe, aunque coherente, está más alejado.

            La ficción se nos presenta en una ambigüedad axiológica acerca de si es un relato utópico o distópico: los habitantes de ese futuro cercano poseen un pequeño microchip que les permite almacenar todos sus recuerdos en archivos que puede volver a mirar. Además, es fácil proyectar los recuerdos en cualquier pantalla (y esas pantallas globales, como en nuestra sociedad, son omnipresentes). Dejando a un lado el elevadísimo valor cinematográfico del episodio, ahora nos encontramos con que lo que la televisión (las pantallas) representan  y reproducen públicamente son los recuerdos, vividos subjetivamente, de los personajes.

            La parábola es tan evidente que ni hace falta mencionarla. Ahí está el panóptico foucaultiano de Vigilar y castigar: «es el hecho de ser visto ininterrumpidamente, de siempre ser susceptible de ser visto, el que mantiene al individuo disciplinario en su sujeción. El examen, la observación, es entonces la técnica a través de la cual el poder, en vez de emitir señales de fuerza, en vez de imponer su propia marca en sus sujetos, los fija en un mecanismo objetivamente».


            Lo que me interesa, no obstante, es ver como esa intimidad filmada, objetivada, y expuesta públicamente no se aleja de la representación de la intimidad que ya se da en las redes sociales: la única distinción es de grado. Y mientras en el primer episodio vemos la fuerza de esas redes desbocada y al servicio de un terrorismo sui generis, en tanto que acto terrorista, nos parece algo otro, por muy verosímil que nos parezca. La intimidad es acechada y expuesta públicamente, sea de un modo u otro: en Black mirror no hay una condena moral de este estado de cosas, sino que más bien es una obra mimética en el ortodoxo sentido aristotélico; es decir, de lo que se trata es de recrear las posibilidades de la realidad.