6.21.2011

Leer a Thomas Pynchon

los fragmentos son la única forma en la que puedo confiar
(Donald Barthelme)

Leer a Thomas Pynchon es algo de lo que, creo, uno puede alardear. Y si además se trata de El arco iris de gravedad, en verano, con mayor razón. Éste es, entonces, el único motivo por el cual escribo la entrada: para pavonearme.
Alertado el inocente lector que esperaba encontrar aquí la piedra alquímica que convirtiera los mamotretos de Pynchon en pequeñas y accesibles obras para leer en el tren mientras escuchas música, respondes llamadas y miras mal al tipo de al lado que no para de moverse, podemos empezar. Porque este inocente lector es el mismo que cuando va a ver el último film de Lynch lo hace con la esperanza de esta sí se va a entender, y  sale del cine –o cierra series yonkies- después de ver Inland Empire y sí, su cara es de decepción. Esto es así por la sencilla razón que tanto el cine de Lynch, como la narrativa de Pynchon, no por casualidad se erigen como estandartes de una literatura y un cine posmodernos, que asumen la mayor parte de sus presupuestos –o mejor, establecen ellos mismos estos presupuestos- en una postura radical y rompedora con la tradición.
Si bien ya en el ecuador del s. XX Thomas Mann, en un intercambio epistolar, comunicaba a Adorno, que “el realismo ya no representaba ningún placer[1], lo cual anunciaba la crisis del realismo a modo decimonónico, con su narrador omnisciente armado de  una voluntad totalitaria de aprehender y representar minuciosamente la realidad, éste tocaría su fin con las grandes obras de Joyce, Kafka, Faulkner o García Márquez encarnando la muerte de ese ya insulso realismo. Por eso, en Estados Unidos, la aparición de la literatura de ciertos autores supondrá el inicio de una nueva forma de entender la novela: asimilados los grandes proyectos que rompieron definitivamente con la tradición literaria del realismo y el naturalismo, y asistidos por un abanico de influencias que va de las vanguardias o el arte pop a la literatura de género como la ciencia ficción, Vonnegut, Barthelme, Barth, Coover o Pynchon empezarán a dar a luz sus obras. Javier Aparicio Maydeu sintetiza algunas de las características que se pueden encontrar en esta corriente emergente:
los estratagemas vanguardistas derriban al narrador omnisciente, y con él desaparece la autoridad de un discurso prepotente que condena al lector a una actitud pasiva ante el texto, cae el personaje entendido como héroe que aglutina la intriga, cae la intriga misma, entendida como historia lineal y coherente, que va a verse convertida en un discurso fragmentado y ambiguo, trufado de aporías, efectos especulares, técnicas prestadas por la poesía lírica, digresiones y metatextos. Caen las convenciones narrativas, cae la reputación intachable del narrador, cae la transcendencia social de la ficción, cae su vocación de ser una máquina para el entretenimiento, cae la verosimilitud y se hace añicos. Todo cae, en fin, como un castillo de naipes[2]
            Todo esto y más está en la narrativa de Pynchon, pues no sólo parte de una concepción posmoderna en el modo como articular sus ficciones, sino que la misma ideología que subyace en sus textos los convierte en algo hermético y críptico: ya en una de sus primeras obras, La subasta del lote 49 (1965), nos encontramos con una reescritura paródica de la novela negra en que Edipa Maas, la protagonista, tratará de solucionar el misterio de una herencia recibida por parte de un antiguo amante multimillonario, Pierce Inverarity, a partir de un entramado paranoico que inevitablemente nos recuerda, otra vez, al inspector Cooper, el protagonista lynchiano de Twin Peaks, quien investiga guiado por sus sueños e intuiciones. A todo esto, debe tenerse también en cuenta el ambiente carnavalesco y la excentricidad de la diégesis así como de los personajes que nos propone Pynchon, elementos que tienen su máxima expresión en Vinelad (1990) y Vicio propio (2009).
            El cénit de su literatura –con el permiso de Contraluz, que será, espero, mi próximo encuentro con Pynchon- se encuentra entre las páginas, a ratos inaccesibles, de El arco iris de gravedad (1973). Ésta es la obra que motiva esta entrada, que yo trate de alardear de mi ardua lectura. Aquí Pynchon encara el desproporcionado proyecto de relatar en más de mil páginas la historia, ambientada en el Londres de la IIGM, de Tyron Slothrop, un militar condicionado mediante experimentos pavlovianos a reaccionar con una erección al lanzamiento de las bombas nazis V2. Esto es, creo, todo lo que puedo decir en relación a la historia que se nos cuenta y, de hecho, porque está perfectamente explicado en la contraportada, pues de lo contrario lo más probable es que de mis ya más de 200 páginas leídas no habría conseguido sacar poco más que una idea vaga de quizá algo relacionado con experimentos pavlovianos, sesiones de espiritismo, bombas teledirigidas, relaciones ¿pedofílicas?, y cultivo de bananas.
            Una prosa no en vano llamada entrópica consigue que el discurso se diluya en digresiones, en cambios constantes de punto de vista narrativo, acumulación de datos, personajes y lugares, situaciones absurdas.. Podemos preguntarnos, como debían preguntarse los lectores de su tiempo: “¿Qué mente perturbada puede llamar novela a este engendro titulado El arco iris de gravedad?, ¿Qué demonios le está ocurriendo a la novela de siempre, irreconocible, estrafalaria, ecléctica, en manos de este tal Pynchon?, ¿debo entender que no hay nada que entender o no entiendo lo que hay que entender?[3]
            Las respuestas –como casi siempre- las tiene Fresán[4]: “Intentar un resumen de este tractat filosófico-vaudeville-thriller es imposible; su lectura es, sí, una de esas experiencias intransferibles. Hay que arriesgarse, entrar, huir junto a Slothorp y, alcanzada la página 1.148, sentirse triste y privilegiado porque el baile ha llegado a su fin..., pero quién nos quita lo bailado.”


[1] Correspondencia 1943-1955; Mann/Adorno, Fondo de cultura económica, México, 2006.
[2] Aparicio Maydeu, J; Lecturas de ficción contemporánea. De Kafka a Ishiguro, Cátedra, Madrid, 2008.
[3] Ibídem

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