2.11.2012

fauna animal: un ejercicio de brutalidad narrativa

Me dispongo a escribir la reseña de fauna animal, de Damià Bardera, días después de terminar su lectura. En un primer momento, afectado por el impulso y la vivacidad de la lectura reciente, escribí una pequeña nota en el Diario de lecturas donde cualificaba el compendio de cuentos como una obra que nos aboca a un espacio atávico, prelógico; a un mundo rural dibujado con violencia. Apuntaba, también, que parte de la fuerza de los relatos se debía al velo de ironía que teñía la narración: las voces de los personajes acostumbran a caracterizarse por una dudosa inocencia infantil que contrasta con la brutalidad de los hechos a constatar.
            Su lectura produce una inenarrable sensación de salvajismo que, paradójicamente, no se deriva directamente de lo que se narra, de la -llamémosla así- acción narrativa.  Eso me inquietaba, puesto que no encontramos una explicitación de imágenes grotescas y desmesuradas; el libro no es el resultado de la sublimación de los impulsos de un monomaníaco o las fabulaciones morbosas de un protestante atormentado. Bien al contrario: hay una intrínseca cualidad humana en todo aquello que se nos explica, un tono que hasta etiquetaríamos de cuotidiano.
            Por eso, como decía, me dispongo a escribir esta reseña días después, desde la tranquilidad que me confiere la distancia temporal, la cual me permite analizar la razón de que fauna animal tenga esta fuerza.
            En primer lugar se me presenta a la mente una analogía cinematográfica: asimilo la prosa transparente y estática del autor al arte narrativo de Michael Haneke. Lejos de histrionismos y escenificaciones sobreactuadas, sus estilos se caracterizan por la sobriedad y el laconismo, los cuales hacen que la peculiaridad del relato no resida en servirse de diferentes modelos narrativos, sino en su capacidad de fundirlos en una voz propia que, precisamente por su tonalidad desafectada, provoca que las imágenes que evocan devengan doblemente despiadadas.
            Ha de tenerse en cuenta que los narradores de muchos de los cuentos -a menudo en primera persona- son niños. Esto me lleva a una segunda conexión, ahora literaria, con El gran cuaderno, la primera novela de la trilogía Claus y Lucas de Agota Kristof: el narrador de esta obra es un personaje doble, dos gemelos que explican la historia de su vida -la guerra- desde la objetividad y la precisión, con la voluntad positiva de anunciar solamente los hechos, prescindiendo así de todo juicio valorativo. Aún así,  claro está, la elección de una narración de estas características no es en modo alguno gratuita: Kristof es consciente que la escritura descarnada que conlleva su fría objetividad (y más en una cuestión tan capital como es la experiencia de la muerte y el dolor) supone un inevitable impacto al lector.
            No obstante, si bien fauna animal produce una sensación de extrañamiento cercana a la de El gran cuaderno, no considero que sea por la misma causa: la cualidad anfibológica de la prosa de Bardera la atribuyo más bien al desconcierto que propicia la inocencia de la voz de los personajes, a su desconocimiento. Me explico: mientras los personajes de Kristof se dedican a describir las acciones y intenciones de quienes los envuelven, la voz narrativa de fauna animal muchas veces da indicios de ignorancia o de incapacidad para valorar e interpretar los hechos en su totalidad. Con total consciencia de lo que ello supone, el autor nos deja siempre mucho espacio.
            Para decir lo mismo, pero con palabras más grandes, nos podemos remitir a la distinción de Barthes entre las funciones narrativas de un relato: distingue unas funciones a las que llama distributivas, las cuales aíslan los núcleos del relato, que son aquellos que definen las acciones decisivas para el desarrollo de la trama. En este sentido, en tanto que estos núcleos concentran la esencia de la historia narrada, son los momentos de mayor riesgo del relato.

Kenneth Russo. Detalle de "cua d'elefant"


            Entonces, una vez presentada la pesada terminología, podemos afirmar que la estructura narrativa de los relatos de fauna animal contiene pocos momentos de "riesgo", de verdaderas acciones sobre las cuales se asienta el relato. Más bien al contrario, pues en sus textos se insinúa mucho más de lo que se dice, de forma que la mayor parte de los significados están implícitos. Si adoptamos ahora la perspectiva de la recepción del texto, podemos comprobar cómo aquí el lector no cumple la función habitual de espectador o voyeur, como se le ha llamado alguna vez, sino que se le obliga a ser colaborador, miembro coactivo en la tasca consistente en hacer emerger el significado del texto, en hacer aflorar una interpretación posible.
            Si seguimos este hilo, es posible aclarar el efecto que produce su lectura: a medida que leemos el texto vamos creando unas expectativas de sentido; esto es, los lectores vamos anticipando y construyendo significación simultáneamente al avance de la lectura. Al presentar más indicios que núcleos de acción, la carga de atribución de significado descansa más de lo habitual sobre nuestros hombros. Es el motivo por el cual al estar guiados por una voz narrativa que -como nosotros- desconoce aquello que está pasando (y, además, nos lo explica con una voz tranquila y confiada), cuando se nos descubre algún hecho relevante que trastoca el relato y nos obliga a interpretarlo (es decir, a colaborar) somos doblemente afectados por el texto.
            No me detendré, pues, en consideraciones sobre semiótica estructuralista, estética de la recepción o hermenéutica textual, puesto que no es el lugar : aún con todo, añadir que lo que acabo de exponer no es válido para todos los relatos. En este sentido, "canvi de color" y "la cua d'elefant" son ejemplos preeminentes de esta forma de proceder.
            Con lo dicho hasta el momento no tenemos suficiente material para explicar completamente el impacto del libro de Bardera: es necesario aludir al humor. La ironía se perfila no sólo a nivel de la acción (una ironía que en cuentos como "xocolata desfeta" llega al punto de convertirse en humor negro), sino que también -otra vez- en la caracterización de la voz de sus narradores. En "pel darrera", por ejemplo, somos abocados a un trabajo propio de una Gestalt cabrona que busca inequívocamente nuestra carcajada. Podemos afirmar, en conclusión, que el humor y la ironía viene a incidir y ampliar la heterogeneidad anteriormente señalada entre la voz narrativa y lo que se narra.
            En suma, para dar fin a este comentario, solamente queda cristalizar la idea que se ha ido explicitando a lo largo del texto: que el denominador común de los cuentos es la voz que el autor imprime en sus narradores, lo cual provoca que el libro pueda ser leído como una pequeña novela, confiriendo así un sentido holístico a la obra. Una voz que está travesada por completo de una ironía que busca siempre el camino oblicuo, que nos confronta con las más genuina animalidad de fauna animal, la animalidad humana: Bardera entiende que el hombre no es únicamente lobo, ni únicamente zorro o león, sino que es también -y quizá primariamente- gregario, y requiere del mito, el ritual y el sacrificio.


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