La
quinta temporada de Mad Men es un fenómeno sin parangón en la parilla televisiva
mundial a día de hoy (con la posible excepción de la para mi aun virgen Treme).
Algunos celebran apariciones de nuevas series, o la justamente laureada segunda
temporada de Game of Thrones, que sigue acaparando seguidores que se llenan la boca
con Maquiavelo o Hobbes, y que, sin solución de continuidad, comparan sus
intrigas a los tótems de los seriales televisivos como son The Wire o The
Soprano's. Pero aun con todo, Mad men, en su quinto arranque, y tras algunas
dudas sobre su continuidad, ha conseguido constituirse definitivamente como una
de las mejores series dramáticas que se han hecho.
Hace
unos días, y creo que antes de que se emitiera el último capítulo, Pablo Muñoz
explicaba en su blog
como esta temporada conseguía llevar al extremo algo que Matthew Weiner ya
había ido ensayando con acierto al largo de las cinco temporadas: estas
situaciones anticlimáticas se prefiguraban, por ejemplo, en la última escena de
la primera temporada. Don Draper vuelve a casa para marchar de viaje con su Betty
y los niños, viaje que había decidido no realizar con ellos, y anticipa su
vuelta a casa para poderlos acompañar: al llegar a casa descubre que éstos ya
han partido y se sienta, a solas, en las escaleras. Pero en la primera
temporada esta secuencia por sí sola no podía cerrar una temporada, motivo por el cual
tuvieron que añadir una solución feliz, que solamente estaba en la mente de
Don, que precediera a la desoladora realidad de la casa vacía. Y se tuvo que
introducir precisamente por eso, para que la realidad de la casa vacía fuera
desoladora.
Ya a
partir de la cuarta temporada, sobre todo al final, hay -desde mi punto de
vista- un salto cualitativo, el colofón a un proceso que ha durado cincuenta y
dos episodios: los personajes han cuajado, la narración de la cotidianidad de
los personajes ya no es neutra. Hay un paño de desolación que tiñe todas las
escenas, que las filtra: en el último episodio de la cuarta temporada asistimos
a un happy end en toda regla, y sabemos que el arte de Weiner ha funcionado
cuando los espectadores se dan cuenta de que en él hay algo siniestro. De ese
tirón se nutre toda la quinta temporada, con el ascenso de Megan como uno de los personajes
principales: la tensión narrativa nace solamente de lo que las expectativas, de
las reacciones que el público espera de Don. La quiebra de ese cuento de hadas
narrado en francés se ve como algo inevitable, pues se sabe, como en la
metáfora estoica, que el perro tiene dos opciones: correr en la misma dirección
que el carro o ser arrastrado por él.
Ese es
el motivo por el que estoy de acuerdo con la idea que la poética de Mad men se
basa -más allá de su esteticismo impecable- en el anticlímax: la quinta
temporada es toda ella un preciso paréntesis, un tiempo muerto, que reclama
para sí el estatuto de espera de lo inevitable.
Creo que era Borges quien decía
que las mejores historias ahora se escribían en Hollywood: Mad men quedaría
-por supuesto- excluida del conjunto de mejores historias (à la Lost) pero entra
en el Partenón de la mejor literatura, para mí al lado de Rymond Carver: la
crudeza de las relaciones personales, el desgaste de éstas, el hecho que todo acabo reduciéndose a mierda. Una
anhedonia vital recorre la cotidianidad de Madison Avenue, entre copas y
glamour, entre Jaguars y pisos en Manhattan. Y para ello no recorre a un argumento completo e intricando, sino que su trabajo descansa principalemente en la modificación estructural de la serie: el ritmo de la narración se vuelve lento, se recrea en los detalles, en pequeños destellos que vaticinan la decadencia. Ahí estan Pete Cambell, Joan y Peggy. La quinta temporada de Mad men es más bien una poética de la dilatación, que no de la recreación, ni de la afectación: lejos quedan aquellos que hablaban de manierismo.
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