Siempre he confesado mis extraordinarias dificultades para escribir acerca de aquellos autores que más me fascinan, lo cual quizá se deba -como escribe Pola Oloixarac- a lo difícil que es «disociar sensatez y sentimiento ante un contemporáneo, aún más si el contemporáneo en cuestión nos parece primo de alguna especie secundaria de Tyranosaurus Rex». Escribir sobre El rey pálido, la novela póstuma de David Foster Wallace, constituye para mí una traviesa tentación a la vez que una inveterada incertidumbre. Hasta aquí la captatio.
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El rey pálido es la caja negra que nos ha legado DFW, pues en ella se recogen las principales trazas de toda su obra anterior: transitando por su claustrofóbico monólogo accedemos a las galerías de un excéntrico laberinto narrativo que nos remite incesantemente a lugares conocidos. Desde las hilarantes conversaciones de Entrevistas breves con hombres repulsivos a las recursividad psicológica que encontrábamos en La persona deprimida o El neón de siempre. La profusión de escenas breves cargadas de un ludismo exacerbado se combinan con pasajes superpoblados de datos intrascendentes, mastodónticas construcciones e infinitas descripciones anodinas que nos transmiten ese significado prístino, primigenio del aburrimiento que DFW parece vanagloriar: ab horrere.
La principal aportación del libro al conjunto de sus escritos es la entronización del aburrimiento como anatema estético. Si bien estaba ya prefigurado en algunos pasajes de La broma infinita (por ejemplo, en las exasperantes y bellas descripciones de las reglas del Escatón) aquí DFW explicita ese paso, y se propone como objetivo programático la construcción de un universo diegético propicio: sitúa la acción en la Agencia Tributaria de Peoria, molde preeminente de un espacio burocrático y anhedonico.
El tedio, el hastío, la reproducción obsesiva y mecánica de lo mismo. En una perversa inversión de lo que disertara Montaigne, lo natural es aquello normal, la ordinario, lo inadvertido. Haciendo una transposición ideológica, podemos entender el tedio como una forma de angustia existencial: a diferencia del miedo, la angustia no requiere de un objeto, no nace de la consciencia o la autonconsciencia, sino de la hiperconsciencia. Esta forma de suifagia, ese "tragarse a uno mismo" se revela en los pensamientos hipertróficos de los personajes, en su confrontación con la mirada del otro.
No es mi pretensión leer en clave existencialista El rey pálido, pues no hay en él propiamente angustia existencial, sino cierta ominosa autocomplacencia en la angustia existencial. No en vano DFW sitúa la acción en los años 80, en el triunfo del pensamiento neoliberal de Reagan y Thatcher: asistimos a la consolidación del capitalismo posindustrial iniciado en los sesenta, la concreción de una nueva epistemología del yo[1] que invita a la creatividad humana a la vez que impone el yugo de la optimización, a un enfriamiento de las emociones y a una emocionalización de la ideología empresarial. Sería posible descomponer los personajes de DFW en una madeja de categorías sociológicas, filosóficas y políticas, pues encarnan de un modo singular la sociedad de control psicofarmacológica, así como la aparición de un individualismo somático, el hedonismo social y la preponderancia de la publicidad como motor del deseo:
«Lo más seguro es que la cosa empiece con Rousseau y la Carta Magna y la Revolución francesa. Este énfasis en el hombre como individuo y en los derechos y prerrogativas del individuo en lugar de sus responsabilidades. Pero luego vienen las corporaciones y el marketing y la publicidad y la creación de deseo y de la necesidad de alimentar la producción frenética, y esa manera en que la publicidad y el marketing modernos seducen al individuo complaciendo los pequeños engaños mentales con los que desviamos el horror de la pequeñez y la transitoriedad personales, permitiendo la ilusión de que el individuo es el centro del universo y es lo más importante que existe; me refiero a individuo individual, al tipo pequeño que mira la tele o escucha la radio o hojea una revista satinada o mira una valla publicitaria o entra en contacto de cualquiera de un millón de maneras distintas con la gran mentira de Burson-Marsteller o de Saatchi&Saatchi, el hecho de que él es el árbol, de que su responsabilidad primera es para con su propia felicidad, de que todos los demás no son más que una enorme masa gris y abstracta y de que su vida entera depende de destacarse de ellos, de ser un individuo, de ser feliz.»[2]
No me abocaré a semejante extrapolación, aunque es interesante ver como DFW se acerca a esta situación, pues la denuncia sistemática del estado de cosas es la tónica predominante de toda la literatura posmoderna de la cual los escritos de DFW pretenden ser una asimilación y superación. Así, el sarcasmo y la ironía aparecen como paradójica punta de lanza de su estética. Juan Francisco Ferré en Mimesis y simulacro, analiza su obra desde esta coyuntura: «Primer bucle de W: cómo abandonar el uso constante de la ironía, propio de la cultura pop, sin renunciar a los beneficios terapéuticos de la misma. Cómo construir una alternativa creíble, de vanguardia o avanzada, a las imposiciones irónicas o metairónicas de la cultura mayoritaria sin producir una regresión cultural y literaria ni dar la razón a los críticos conservadores que se complacen con el éxito de cualquier anacronismo estético.»[3]
Este bucle del que habla Ferré se jugaría a nivel estético: la innovación -fundamento clave del capitalismo avanzado- frente a la obliteración (y las contradicciones culturales derivadas) conservando la ironía como único chivo expiatorio. Si nos acogemos a la interpretación marxista del posmodernismo realizada por Jameson, vemos como éste trata de comprender los acontecimientos culturales a partir de las formas de actividad económica: para Jameson todo texto es fundamentalmente una fantasía política que articula de forma contradictoria las relaciones sociales reales y potenciales que constituyen a los individuos en una economía concreta.[4]
La cuestión es, entonces, comprobar de qué modo DFW se sitúa en un interregno en que asimila la ironía posmoderna para con la sociedad a la vez que antepone una distancia crítica hacia esa percepción. ¿Es la entronización del tedio como anatema estético una marca de voluntad regresiva? ¿O es, más bien, otra vuelta de tuerca a la ironía posmoderna, llevando el bucle estético y cultural al límite?
En suma, podemos entender El rey pálido como historia radicalmente concentrada de la era posindustrial: una suerte de Fenomenología del espíritu hegeliana, donde la razón posmoderna deviene hiperconsciente. La paradójica relación con la ironía, la toma de consciencia lingüística, el retrato de una sociedad psicofarmacológica y una cultura subyugada a la economía, redundan en la insurrección del tedio, el hastío, el aburrimiento; ese constreñimiento de los cuerpos por las almas que invita al "verdadero heroísmo":
«el verdadero heroísmo es incompatible a priori con el público o con los aplausos o incluso con la mera atención del hombre de la calle. De hecho -dijo-, como menos convencionalmente heroico o emocionante o llamativo o incluso interesante o cautivador parece ser un trabajo, mayor es su potencial para convertirse en escenario del heroísmo verdadero»[5].
[1] Me refiero aquí a la aparición de un ethos terapéutico producto de los discursos de la psicología clásica, el psicoanálisis, la literatura de autoayuda y new age, el cine, la televisión etc. Esta tesis es defendida por la socióloga Eva Illouz, y parece ser respaldada por las concepciones biopolíticas de autores como Nikolas Rose.
[2] Foster Wallace, D; El rey pálido. Modadori, Barcelona, 2011. Pàg. 157.
[3] Ferré, J; Mimesis y simulacro, e.d.a libros, Málaga, 2011, pág. 270.
[4] Jameson, F; La estética geopolítica.
[5] Foster Wallace, D; El rey pálido. Pàg. 241
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