Terry
Eagleton, en Después de la teoría,
reflexiona sobre los mecanismos de exclusión e inclusión de una sociedad,
lanzando una irónica invectiva contra aquel pensamiento que aborda el fenómeno
de la inmigración reivindicando la marginalidad como enclave estratégico desde
el cual presentar resistencia y socavar el sistema: se pregunta, con Groucho
Marx, «¿quién querría estar incluido, en todo caso, en este montaje?». La
retórica de Eagleton carga sus tintas contra aquello que él, a grandes rasgos,
llama "la teoría", término con el cual se refiere al pensamiento
filosófico y al movimiento cultural que va de los años 60 franceses y la
contracultura americana hasta el triunfo, ya a finales de los 70 y principios
de los 80, del pensamiento neoliberal. Al parafrasear a Groucho Marx, lo que se
está poniendo en cuestión es la reivindicación que "la teoría" hace
de la marginalidad, del nomadismo, de la no identidad o de los umbrales de una
sociedad.
Podemos identificar claramente los
pensadores que hacen de sparring de Eagleton: los nombres de Deleuze, Foucault,
Derrida, Barthes o Blanchot están detrás de algunos de los términos contra los
que Eagleton arremete. Aquello que les critica es que «si la marginalidad es un
lugar tan fértil y subversivo como los pensadores posmodernos parecen sugerir,
¿por qué iban a abolirla?». Aquí está operando de fondo el marxismo de
Eagleton, lo cual le lleva a extender el argumento: para él, el problema es que
seguimos pensando en los márgenes de una sociedad como minorías. Aun así, en
los márgenes no encontramos solamente a inmigrantes, sino a todos aquellos que,
de una forma u otra, son reconocidos como el Otro. Para Eagleton el culto de la
diferencia, del exilio o del inmigrante como referentes de libertad y movilidad
sigue manteniendo la oposición binaria, excluyente, que iría contra aquello
mismo que pretendidamente se defiende.
Es posible, en este contexto, trazar
una conexión entre identidad y marginalidad: el problema de la inmigración no
sería una cuestión aislada, de minorías, propia del fenómeno migratorio y que
se circunscriba a este, sino que -más generalmente- hace referencia a un
problema de reconocimiento social. Manuel Delgado, en su artículo ¿Quién puede ser "inmigrante" en
la ciudad?, parece propiciar esta interpretación: se ocupa del inmigrante
como construcción social, imaginaria, de realidad ectoplasmática. Esto, como
avisa, no es una forma de devaluar la envergadura del problema, de
menospreciarlo a base de conceptualizarlo: al contrario, al ser una ficción que
puede encarnarse en diferentes actores sociales, implica que se intensifique su
realidad.
Delgado se está sirviendo de la idea
de Deleuze de "personaje conceptual": inmigrante no es aquel
individuo sometido a ciertos avatares biográficos, sino que es una categoría
-un concepto identificante- que señala a ciertos individuos, estigmatizándolos
y incluyéndolos al sistema matizadamente[1]. En
este sentido, cabe retornar a las palabras de Eagleton, quien afirma que «el capitalismo es un credo
impecablemente incluyente: no le importa a quién explota. Es admirablemente
igualitario en su buena disposición para menospreciar sin más a cualquiera.
Está dispuesto a codearse con cualquier antigua víctima, por poco apetecible
que sea».
Por lo tanto, no podemos afirmar que
el inmigrante sea alguien que no está incluido en el sistema o, más bien, en el
territorio (Estado-nación); no es nadie a quien se deje fuera. Acertadamente,
Delgado señala que es un mecanismo que funciona en el imaginario social y que,
a la práctica, se traduce en técnicas biopolíticas de exclusión inclusiva: el inmigrante, como figura imaginaria, es algo
que se excluye, que se repudia, pero, en tanto que fuerza de trabajo -en tanto
que material maleable- es incluido.
Entonces, es posible entrever como
la definición conceptual del inmigrante -en lo que llamaremos reconocimiento
social- se juega su estatus legal, sus derechos y sus libertades. Hablar del
inmigrante imaginario no es una cuestión de academicismo, de filisteismo
ilustrado. En este sentido, podemos remitirnos a las palabras de Isaiah Berlin,
quien -en su célebre Dos conceptos de
libertad- pone de manifiesto la relación existente entre libertad y
reconocimiento social, afirmando que «basta con manipular la definición de
hombre y podrá hacerse con la libertad de aquel lo que el manipulador quiera».
Hechas estas consideraciones,
podemos volver a la reivindicación de Eagleton según la cual uno de los
problemas que tenía el pensamiento postmoderno de los 60 era seguir
considerando los márgenes de la sociedad como minorías: el espíritu marxista
del inglés lo lleva a reivindicar que en los márgenes de la sociedad no
encontramos solamente a inmigrantes, sino también a ciertos ciudadanos -los
trabajadores, "la clase obrera"- que no son precisamente pocos. Así
las cosas, aquí no nos interesa tanto discutir sobre qué individuos formarían
parte o no de los márgenes, sino ver -con Delgado y Berlin- que no hay una
diferencia esencial entre inmigrantes y autóctonos, que no es -como apunta
Eagleton- una cuestión binaria entre el Mismo y el Otro, sino un espectro de
matices construido humanamente, que depende del aparato conceptual, de los
mecanismos de jerarquización social, de definiciones consensuadas.
Si nuestro punto de vista se centra
en el reconocimiento social como fenómeno performativo de creación de
identidad, que vincula la categorización social con la praxis, con la
determinación efectiva de derechos y libertades, entonces, es más comprensible
el paso que autores como Antonio Campillo y José Antonio Zamora; un paso que
consiste en extender la reflexión sobre la inmigración a los conceptos de "ciudadanía"
y "democracia".
[1] El
inmigrante es visto como una figura que está atrapada en el ritual de paso, y
queda conformado en el imaginario social bajo características negativas que lo
estigmatizan: es visto como extranjero, intruso, pobre, inferior culturalmente,
numéricamente excesivo y como peligroso.
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