Si queremos reflexionar brevemente sobre la relación
entre lo que podríamos llamar cultura
ideal y cultura reificada en la
narrativa contemporánea, debemos no sólo hacer crítica literaria sino
acercarnos a aquello que Eagleton etiqueta, no sin sorna, como "la
teoría". Para ello debemos -claro está- empezar y terminar con las altas
palabras del academicismo (o de las pocas ruinas que de ello quedan) porque,
como decía Macedonio Fernández, no hemos
venido preparados para improvisar.
1.
Lo que en un plano cotidiano se ha dado en llamar bovarysmo se define como una falta de
reacción individual que lleva a obedecer a una sugestión del medio exterior,
reacción que presupone, como es evidente, una falta de autosugestión. Este
ejercicio mimético, la imitación de un deseo imaginario, situado en un tercero,
es lo que René Girard estudia en Mentira
romántica y verdad novelesca. Lo cierto es que a Girard le interesa la
intersección de la literatura y la sociología: tomando como modelo la gran
literatura de Cervantes, Proust, Stendhal y Dostoievsky, construye una teoría
del deseo triangular, basado en la figura del mediador del deseo.
Una
afirmación fundamental que aparece en los primeros compases del estudio es la
siguiente tesis: el mediador es imaginario, la mediación no. Por lo tanto, la
reflexión de Girard girará en torno el concepto de mediación, el cual vendrá
definido por la distancia que separa al modelo y su epígono. La mediación
tomará, pues, muchas formas distintas y, en cierto modo, puede afirmarse que
hay una gran corriente literaria -que por su dispersión y su obvia heterogeneidad
no pueden ser reducidos a una corriente concreta (¿alguien dijo novela
psicológica?)- que construye la narración encima de la distancia entre imitador
y imitado, y explotan los rasgos concretos de la mediación que emerge.
2.
Si bien hay innombrables ejemplos clásicos más allá
de los que se ocupa Girard, es possible ver como la relación de mediación se reformula
en la narrativa contemporánea como una forma de extrema mediación externa,
partiendo de la más absoluta de las rupturas con el pasado: hay una acentuada
consciencia del tiempo como elemento performativo, de su relevancia estética.
Es la enseñanza que se destila de Las
ruinas circulares, de Borges: todo tiempo presente -como toda pretendida
acción futura- no son más que imágenes dependientes de un pasado recursivo,
circular, aunque no a la manera del eterno retorno nietzscheno -que el mismo
Borges se ocupa de refutar irónicamente en Historia
de la eternidad- sino acentuando la transformación de sentido, la
modificación del horizonte hermenéutico que implican las manecillas del reloj.
El Don Quijote de Menard es mejor que el de
Cervantes porqué Menard ha escrito después de Nietzsche y de los hermanos James.
Por lo tanto, los dos textos no son aquí idénticos, por bien que sean iguales:
no nos vale el principio leibniziano de la identidad de los indiscernibles. O
si nos sirve, pero si y solamente si nos atenemos a la más ortodoxa de las
interpretaciones del pensamiento de Leibniz: el tiempo sería reducido en la
definición de las cosas mismas, formaría parte de la esencia de las mónadas.
Siguiendo esta lógica, el Don Quijote
de Menard y el de Cervantes no serían idénticos, pues efectivamente tendrían
una realidad numéricamente distinta. Una intuición semejante es expresada por
Deleuze de Diferencia y repetición:
la repetición que Menard haría del Quijote no sería una generalidad, ni un
pensar sobre lo mismo, sino un pensamiento distinto. Como aclara Foucault en
esa suerte de epílogo que es Theatrum
Philosopicum, «la repetición ya no sería el triste cabrilleo de lo
idéntico, sino diferencia desplazada».
Este
excurso sobre el valor del tiempo como elemento performativo y estético cobra
relevancia al comprobar que la forma de medicación externa -que Girard define
como aquella en que la distancia entre imitador e imitado es suficiente como
para que las dos esferas de posibilidades no entre en contacto- se radicaliza
en la postmodernidad y paraliza el impulso del imitador a partir de la toma de
consciencia del hiato esencial que separa los dos esferas. La claudicación, ya
sea en forma de rebeldía o de pasivo pesimismo, es el anatema o axioma que toda
forma de honestidad literaria debe aceptar como inevitable.
3.
El sueño romántico, la disolución o negación del
papel del mediador, es tanto más imposible como más extrema es esta mediación:
más obscena se vuelve una narración, que como Las ninfas de Umbral, parece requerir viagra para funcionar, pues
el sueño romántico, la sublimidad baudelariana que trata de recuperar para la
mediación del yo poético, se convierte en una figura de cartón pluma.
Se
trata de recuperar una modernidad que se vuelve deforme por anacrónica:
bebiendo de un existencialismo de segunda fila -heideggerismo destilado e
iconografía sartreana- Umbral construye el relato de un artista adolescente que
busca la sublimidad sin interrupción anunciada en una cita de Baudelaire, busca
la literatura epigramática en los contornos sinuosos de una muchacha. Pero
entiéndaseme bien: Umbral yerra en no buscar la poesía de los contornos, como
sí hiciera Cabrera Infante en ese carnaval multitudinario que es La Habana para un Infante difunto
(suerte de autoficción, de transposición ¿sexual? de la infancia ¿poco
freudiana? que reconstruye o deconstruye o subvierte en un juego infinito de
relatos que describen muchas mujeres que son solo una, pero eso es otro tema).
4.
La constatación más brutal de lo que hemos llamado
extrema mediación externa tendría su trasunto cómico en "La puta de Mensa",
relato de Woody Allen en Sin plumas. Primero
adviértase -de la mano de Eduardo Mendoza- que no por cómica es menos
literatura, pues «si el humor es percibido por la comunidad de los hablantes
como algo postizo a la realidad, es decir, como un mero aditamiento, y no como
el contenido mismo de la realidad que se describe, los que escribimos obras de
humor (a diferencia de obras "con humor"), tenemos que replantearnos
nuestra función» .
Así,
lanzada la captatio, podemos seguir. El relato de Allen constituye una parodia
del género policiaco: su protagonista, el detective privado Kaiser Lupowitz
(quien protagoniza también otro cuento, "El gran jefe") se ve
envuelto en una investigación que tiene por objetivo resolver un caso sobre
prostitución intelectual. Maridos recién casados, padres de familia, solteros
empedernidos, buscan satisfacer sus necesidades intelectuales con jóvenes
chicas: así, éstas son enviadas a mantener conversaciones sobre Milton,
Hawthorn o Melville. Unas necesidades que, por supuesto, sus mujeres y esposas
no pueden satisfacer.
Vislumbramos,
entonces, hasta qué punto puede calar la ironía de Woody Allen: el viejo sueño
romántico de buscar la cultura ideal en la vida disoluta y las mujeres y sus contornos,
esto es, la sublimidad que Baudelaire encontraba en una qué pasa, los retorcidos sueños del poeta maldito, ya no pueden
ser repetidos sin más, ya no es posible sin reconocer ese abismo fundamental.
La caída de la modernidad no trajo consigo la desaparición de los grandes
relatos y, con ellos, los ideales, sino que los reïfico. No hace falta doblarse
a las profecías adornianas de una industria cultural avasalladora y
definitivamente mortal, pero sí reconocer el carácter anacrónico de toda forma
literaria que busque construirse sobre la base de la distancia externa,
repitiendo lo que Girard llamó mentira romántica.
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