6.16.2012

Are you alone?


La quinta temporada de Mad Men es un fenómeno sin parangón en la parilla televisiva mundial a día de hoy (con la posible excepción de la para mi aun virgen Treme). Algunos celebran apariciones de nuevas series, o la justamente laureada segunda temporada de Game of Thrones, que sigue acaparando seguidores que se llenan la boca con Maquiavelo o Hobbes, y que, sin solución de continuidad, comparan sus intrigas a los tótems de los seriales televisivos como son The Wire o The Soprano's. Pero aun con todo, Mad men, en su quinto arranque, y tras algunas dudas sobre su continuidad, ha conseguido constituirse definitivamente como una de las mejores series dramáticas que se han hecho.


Hace unos días, y creo que antes de que se emitiera el último capítulo, Pablo Muñoz explicaba en su blog como esta temporada conseguía llevar al extremo algo que Matthew Weiner ya había ido ensayando con acierto al largo de las cinco temporadas: estas situaciones anticlimáticas se prefiguraban, por ejemplo, en la última escena de la primera temporada. Don Draper vuelve a casa para marchar de viaje con su Betty y los niños, viaje que había decidido no realizar con ellos, y anticipa su vuelta a casa para poderlos acompañar: al llegar a casa descubre que éstos ya han partido y se sienta, a solas, en las escaleras. Pero en la primera temporada esta secuencia por sí sola no podía cerrar una temporada, motivo por el cual tuvieron que añadir una solución feliz, que solamente estaba en la mente de Don, que precediera a la desoladora realidad de la casa vacía. Y se tuvo que introducir precisamente por eso, para que la realidad de la casa vacía fuera desoladora.

Ya a partir de la cuarta temporada, sobre todo al final, hay -desde mi punto de vista- un salto cualitativo, el colofón a un proceso que ha durado cincuenta y dos episodios: los personajes han cuajado, la narración de la cotidianidad de los personajes ya no es neutra. Hay un paño de desolación que tiñe todas las escenas, que las filtra: en el último episodio de la cuarta temporada asistimos a un happy end en toda regla, y sabemos que el arte de Weiner ha funcionado cuando los espectadores se dan cuenta de que en él hay algo siniestro. De ese tirón se nutre toda la quinta temporada, con el ascenso de Megan como uno de los personajes principales: la tensión narrativa nace solamente de lo que las expectativas, de las reacciones que el público espera de Don. La quiebra de ese cuento de hadas narrado en francés se ve como algo inevitable, pues se sabe, como en la metáfora estoica, que el perro tiene dos opciones: correr en la misma dirección que el carro o ser arrastrado por él.

Ese es el motivo por el que estoy de acuerdo con la idea que la poética de Mad men se basa -más allá de su esteticismo impecable- en el anticlímax: la quinta temporada es toda ella un preciso paréntesis, un tiempo muerto, que reclama para sí el estatuto de espera de lo inevitable.
Creo que era Borges quien decía que las mejores historias ahora se escribían en Hollywood: Mad men quedaría -por supuesto- excluida del conjunto de mejores historias (à la Lost) pero entra en el Partenón de la mejor literatura, para mí al lado de Rymond Carver: la crudeza de las relaciones personales, el desgaste de éstas, el hecho que todo acabo reduciéndose a mierda. Una anhedonia vital recorre la cotidianidad de Madison Avenue, entre copas y glamour, entre Jaguars y pisos en Manhattan. Y para ello no recorre a un argumento completo e intricando, sino que su trabajo descansa principalemente en la modificación estructural de la serie: el ritmo de la narración se vuelve lento, se recrea en los detalles, en pequeños destellos que vaticinan la decadencia. Ahí estan Pete Cambell, Joan y Peggy. La quinta temporada de Mad men es más bien una poética de la dilatación, que no de la recreación, ni de la afectación: lejos quedan aquellos que hablaban de manierismo.

Una quinta temporada que parece decir que al principio fue Disney, y asimismo en el fin. Pero, claro está, un poco más gris.

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