5.25.2012

Jameson y la persistencia del marxismo (II)


La imbricación esencial entre cultura y infraestructura económica es patente desde el mismo título de su obra 'fundacional': El postmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Está conexión es señalada por Jameson sin pudor: «toda posición postmodernista en el ámbito de la cultura -ya se trate de apologías o estigmatizaciones- es, también y al mismo tiempo, necesariamente, una toma de postura implícita o explícitamente política sobre la naturaleza del capitalismo multinacional actual»[1] (cursivas mías).

            En la vertiente económica, Jameson es afín a las tesis continuistas de Ernest Mandel y considera el capitalismo avanzado la nueva cara del capitalismo industrial, su evolución natural. En este sentido, constituiría no una ruptura, sino una extensión hipertrófica. No es de extrañar entonces que el postmodernismo sea presentado como una pauta cultural y no como un estilo: la traducción cultural de la lógica del capitalismo avanzado es la absorción por parte del postmodernismo del movimiento modernista; esto es, «la producción estética se ha integrado en la producción de mercancías en general»[2]. El postmodernismo estético no es, como se ha querido ver, un movimiento estilístico de heterogeneidad axiomática marcado por el eclecticismo y el pastiche, sino que éstos son el residuo del carácter omniabarcante de una pauta cultural que se doblega a la «frenética vigencia económica de producir constantemente nuevas oleadas refrescantes de géneros de apariencia cada vez más novedosa»[3].

            Si Jameson recupera una concepción marxista del funcionamiento de lo social es porque considera que las descripciones que hizo Marx del capitalismo son hoy más vigentes que nunca: el mercado mundial es una realidad efectiva fruto del desarrollo de las comunicaciones; hay una fuerte insistencia en el fomento del consumo, del mismo modo que hay también una expansión y refinamiento de la forma de la mercancía, la cual ya no se refiere a un substrato material, sino que se extiende como una gramática universal que abarca la imagen y el símbolo[4]. En un giro retórico, podríamos afirmar que Jameson da la vuelta al planteamiento de Baudrillard y, en lugar de presentar una realidad evaporada en la proliferación de símbolos y imágenes, estas se han solidificado y constituyen la materia prima del capitalismo avanzado[5].


            Jameson, en su voluntad de repensar la tradición marxista, recupera el pensamiento de Adorno, y plantea la posibilidad de que «el marxismo de Adorno, que no sirvió de mucho en los periodos previos, resulte exactamente lo que necesitamos en la actualidad»[6]. Lo que más le interesa de Adorno «reside en el énfasis, único, que pone en la presencia del capitalismo tardío como totalidad dentro de las formas mismas de nuestros conceptos o obras de arte. Ningún otro teórico marxista puso nunca en escena esta relación entre lo universal y lo particular, el sistema y el detalle, con semejante atención, intensa y abarcadora»[7].

            Fijemos, pues, nuestra atención en Adorno. El pensador alemán es menos taxativo en su consideración de la estructura económica como determinante de la cultura, en la medida que acusa a Marx de caer en un reduccionismo economicista: aquello que le interesa a Adorno de Marx es la crítica al idealismo y al subjetivismo burgués, los cuales serian funestos en tanto que la síntesis conceptual y las abstracciones lingüísticas terminarían por ocupar el lugar de las cosas mismas[8].

            Por lo tanto, el suelo común que media entre el marxismo de Adorno y el de Jameson -tanto a nivel general como en relación a la cuestión de la autonomía del arte- es el hecho que el arte se define en relación a aquello que no es arte[9] o, en palabras de Adorno, al hecho que «aquello que hay en él [en el arte] de específicamente artístico procede de algo distinto: de esto cabe inferir su contenido y solamente este presupuesto satisfará las exigencias de una estética dialecticomaterialista»[10]. En Jameson esta necesidad se reduce a una convicción de ascendencia hegeliana: la necesidad de desvelar la historicidad presente en todo desarrollo formal. Es decir, la preocupación que recorre de fondo la obra de Jameson -y que está parcialmente en comunión con el proyecto adorniano- es el mostrar la conexión entre la estructura formal de un texto artístico y las condiciones socioeconómicas imperantes en su producción.

            Estas consideraciones son fundamentales en la medida que sientan las bases para la discusión acerca de la autonomía del arte: para Adorno si y sólo si el arte puede desvincularse  de 'las condiciones socioeconómicas imperantes en su producción' podrá erigirse como verdaderamente artístico, como manifestación de una racionalidad irreductible a la razón instrumental del sujeto idealista. Aún así, esta desvinculación no debe entenderse como una suerte de aislacionismo de la obra de arte, sino como negatividad. Dicho de otro modo: para Adorno  el objeto de la teoría estética es pensar la tensión que media entre el pensar identificante (subjetivo, conceptualizador) y el elemento objetivo e irreductible. Esta tensión se revela a un doble nivel: sociológico y negativo[11].

            A nivel sociológico, Adorno considera la concreción artística como interiorización de las formas sociales que hay en juego. Como apunta Vicente Gómez: «que el arte sea un fait social y a la vez, en sus formas modernas, un ámbito autónomo, implica trazar la unidad de fuerzas y las relaciones de producción de un modo intraartístico». Lo que se está afirmando aquí es que en el arte hay un momento de verdad, de universalidad, que vendría vehiculado por el carácter de producto histórico del arte, por ser un material socialmente performado[12]. En otras palabras: el arte, en tanto que social e histórico, lleva en sí mismo "lo-otro-de-sí"; «el arte sólo tiene existencia en el marco de un lenguaje artístico ya desarrollado»[13].

            Podemos establecer, entonces, que aquello que para Adorno es el momento de verdad del arte, el cual recibirá un tratamiento dialéctico, en el pensamiento de Jameson se traduce en forma de inconsciente político[14]. En lo que para Adorno sería un retroceso inaceptable al momento subjetivista, Jameson caracteriza la relación de la economía con el objeto cultural en términos de los procesos psíquicos que intervienen en la producción y recepción de la obra. Para Jameson, pues, «todo texto es fundamentalmente una fantasía política que articula de forma contradictoria las relaciones reales y potenciales que constituyen a los individuos en una economía política concreta»[15].

            La concepción de un inconsciente político en la concreción de la obra artística prefigura el desarrollo de su teoría de la 'cartografía cognitiva'. El concepto, que es tomado de Kevin Lynch (quien lo usa para describir como las personas dan sentido a sus entornos urbanos), funciona en Jameson como intersección entre lo personal y lo social[16]: como avanzamos en la introducción, la teoría de la postmodernidad de Jameson pretende establecer un esquema de implicación general entre el individuo postmoderno y los universales modernos. En este sentido, podemos entrever como de forma incipiente Jameson está sentando las bases para articular luego una teoría de los 'mapas cognitivos' que pueda sacar a relucir ese inconsciente político y, de este modo, salvar una función política del arte que no esté sujeta a las objeciones tradicionales.



[1] Jameson, F; El postmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Pág. 14.
[2] Ibídem. Pág. 18
[3] Ibídem. Pág. 18. Jameson, en Marxismo tardío, reflexiona sobre la categoría de 'innovación': «El problema reside en el hecho de que los fenómenos estéticos -que son culturales, es decir, formaciones de una superestructura que es sólo una parte funcional del todo del cual pretende ser un equivalente y sustitutivo- también son ideológicos. La "nuevo", por lo tanto, también es una compensación ideológica como también un valor estético y una categoría históricamente original de la producción capitalista». Pág. 291.
[4]  Cfr. introducción de Sánchez Usanos en: Jameson, F; Reflexiones sobre la postmodernidad.
[5] Jameson, en El postmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, afirma, sin referirse explícitamente a Baudrillard, que «sin duda, la lógica del simulacro, al convertir las antiguas realidades en imágenes audiovisuales, hace algo más que replicar simplemente la lógica del capitalismo avanzado: la refuerza y la intensifica». Pág. 102.
[6] Jameson, F; Marxismo tardío. Adorno y la persistencia de la dialéctica. Pág. 21.
[7] Ibídem. Pág. 27.
[8] Boladeras, M; L'escola de Frankfurt. Pág. 45
[9] Jameson afirmará en  Marxismo tardío que extrajo su idea de relacionar el «trasfondo histórico y social» con el análisis formal de los textos de los escritos sobre música de Adorno. Pág. 20.
[10] Adorno, T; Teoría estética. Pág. 32.
[11] Nos ocupamos ahora del momento sociológico del arte. Sobre el momento negativo ver 2.2.
[12] Adorno definirá en Teoría estética la obra de arte como mónada sin ventanas -sirviéndose del concepto leibniziano- para expresar la idea de un arte autónomo pero capaz de reproducir en su interior la realidad histórico-social. En relación a esta visión, Jameson afirmará que: «la doctrina de la autonomía estética de la obra de arte es correcta, pero sólo es verdadera si se la entiende como lo opuesto a la doctrina estetizante, a una especie de "arte por el arte" filosófico. La obra es social e histórica hasta la médula: sólo así puede llegar a ser autónoma» (Marxismo tardío, pág. 284).
[13] Adorno, T; Teoría estética. Pág. 524.
[14] Jameson, en Marxismo tardío, se hace eco de las palabras de Adorno en Teoría estética, quien considera que el «momento histórico es constitutivo en las obras de arte» las cuales son «la historiografía inconsciente de su época» (cursivas mías). Pág. 286.
[15] Jameson, F; La estética geopolítica. Introducción de MacCabe. Pág. 13.
[16] La traducción de los términos cartográficos de Lynch a la sociología viene mediada por el pensamiento de Althusser: el espacio cartográfico es visto como espacio social. Se sirve de Althusser porque éste, al reformular la distinción entre ciencia y ideología en Marx, introduce el punto de vista individual o monadológico, el cual se opone a un dominio de saber abstracto. Esto no significa que no podamos conocer el mundo fuera de una forma abstracta o científica, pero sí que es irrepresentable. En palabras de Jameson: «la fórmula althusseriana señala una brecha, una falta entre la experiencia existencial y el conocimiento científico; la misión de la ideología es, pues, de alguna manera, la de inventar una forma de articular entre sí estas dos dimensiones diferentes» (Teoría de la postmodernidad, pág. 71).

5.18.2012

Jameson y la persistencia del marxismo (I)


Afirma Terry Eagleton en La estética como ideología que «en los debates contemporáneos en torno a la modernidad, el modernismo y la postmodernidad, el concepto de 'cultura' aparece una categoría clave para el análisis y la comprensión de la sociedad del capitalismo tardío»; además, concreta, ahora refiriéndose propiamente al campo de la estética, que «el legado de la tradición marxista de Lukács a Adorno confiere al arte un sorprendente privilegio teórico que, aparentemente, contrasta con su pensamiento de cuño materialista»[1].

            Estas dos líneas que señala Eagleton prefiguran la encrucijada en que se encuentra la teoría estética de tradición marxista, como la suya misma, o la de Fredric Jameson, que es la que aquí nos ocupa: de un lado, la imbricación fundamental de la reflexión sobre el arte con la consideración de la cultura como estructura significante y, en segundo lugar, las aporías propias de un pensamiento materialista que quiere comprender el fenómeno artístico como «privilegio teórico»; esto es, como enclave estratégico y no sometido a las necesidades e imperativos 'mundanos' desde el cual reflexionar y socavar el sistema mundial o, más concretamente, el capitalismo.

            Mientras que el segundo problema -que más genéricamente podemos llamar la cuestión de la autonomía del arte- nos ocupará a lo largo del texto como eje de reflexión, cabe -primero- hacer algunas consideraciones elementales sobre la red de conexiones que se establece entre arte y cultura.

            Para introducirnos en el atolladero nos serviremos del pensamiento de Jean Baudrillard, icono mediático del postmodernismo cultural, que encarna una de las posiciones teóricas que ha gozado de mayor repercusión en la segunda mitad del s.XX. Su reflexión, que nace en los círculos postestructuralistas, se caracteriza por definir todo fenómeno cultural como simulacro: el mapa ha substituido el territorio, las ficciones de una realidad simbólica son el único material con que podemos negociar. En este sentido, podemos considerar que el planteamiento de Baudrillard se levanta contra el marxismo tardío derivado de la escuela de Frankfurt, enfrentándose a las ideas de Adorno y Marcuse, en la medida que para ellos el papel del arte y, de la cultura en general, debía consistir en ser capaz de tomar distancia de la realidad, constituirse como algo otro, una racionalidad irreductible a la instrumental, que posibilitara, desde su esfera privilegiada, ejercer un papel crítico para con lo social.

            En otras palabras: la concepción de Baudrillard se erige contra el planteamiento adorniano de un arte enfático, conmensurable a la filosofía, que partiría de la estructura socio-económica y que, desde su autonomía, se volvería contra ella, denunciándola. Baudrillard vería en la dialéctica negativa un esquema 'criptoilustrado', heredado de Hegel y publicitado por Marx, que habría quedado invalidado por la crítica postestructuralista. Para el francés no hay posibilidad para el arte de instituirse como una esfera privilegiada: tras el 'fracaso' de las vanguardias, toda manifestación es simulacro, pues el juego ya no se da como relación dialécticomaterial sino como intercambio simbólico.

            El pensamiento de Baudrillard ha sido tachado despectivamente por la crítica como una 'disenyficación' de la ontología. Aún así, el proyecto se enmarca en el contexto cultural de la postmodernidad y la encarna como ningún otro: sus reflexiones presentan la estructuración social y económica de un capitalismo tardío que tiene en la economía de mercado su principal baza; en su pensamiento se dan cita también la idea de Debord de la sociedad como espectáculo[2] así como el carácter simulacral de una cultura que se ha erigido como garante de la pantalla global[3], dónde la representación (televisiva, internet, redes sociales) ha indiferenciado la esfera pública de la privada[4]. En la misma línea,  sostiene que la producción artística está -como avanzó Benjamin[5]- a merced de los medios de reproducción técnica y ahora, desde su misma producción, es indistinguible de estos. 

            En palabras de Jameson, el postmodernismo podría teorizarse «como el momento en el cual la antigua subjetividad -ahora por completo colectivizada- desaparece totalmente, de manera que la tensión que constituía el minimalismo de Beckett tanto como el período expresionista de Schönberg -el silencioso grito de dolor- se esfuma, dejando a la productividad y a la tecnología colectivas avanzadas libres para 'expresarse' nada más que a sí mismas: un proceso cuyo producto final ya no son más obras de arte sino mercancías»[6].
            La descripción, aunque vaga, caracteriza la coyuntura desde la cual debemos considerar el pensamiento de Fredric Jameson. Éste vuelve a planteamientos de base marxista[7] oponiéndose a la autocomplaciente fiesta de los simulacros baudrillardianos sin renunciar al  abanico de fenómenos que éste permite explicar. Jameson construye una teoría de la postmodernidad en su sentido más estricto[8]: lo postmoderno sería la exageración extrema de los postulados de la modernidad, «el realce máximo que, por exceso de acentuación, supone la conclusión, por ruptura, de aquello a lo que se refiere»[10].


            Para comprender el papel que el arte y la reflexión estética tienen para Jameson, debemos antes considerar como concibe el escritor norteamericano el postmodernismo. Las características principales de éste serían la sensación de agotamiento, la superficialidad; el carácter autoreflexivo; el debilitamiento de la historicidad; el abandono del manifiesto como formato con que dar a conocer sus propuestas; un subsuelo emocional totalmente nuevo; la relación con la tecnología; el ir en contra de la modernidad en el sentido de denunciar la racionalidad instrumental como modelo emblemático de proceder y, también, por abandonar la idea de progreso y los motivos básicos de la Ilustración.

            En el momento postmoderno del mercado universal, arte y teoría se ven abocados a operar desde el interior de la cultura de consumo. Esta tesis fundamental, que ya encontrábamos en Baudrillard, será la punta de lanza del pensamiento estético de Jameson: «si el arte o la cultura constituyeron en el pasado ámbitos desde los que se ejercía la reflexión crítica (algo evidente en el caso del modernismo y las vanguardias: en esencia movimientos reactivos frente a la entonces incipiente industria de consumo y al fetiche de la mercancía) en el capitalismo avanzado no hay un "afuera" desde el cual acometer esa tarea. [...] La "forma mercancía" es ahora la estructura ontológica a la que se somete el conjunto de lo existente»[11].

            Si bien Jameson afirma que la cuestión de la autonomía del arte era evidente en el modernismo y las vanguardias, quizá deba matizarse, puesto que la reflexión sobre la autonomía -propia de los movimientos de vanguardia- no es algo tan evidente, sino que se construye como paradoja. Si atendemos a la síntesis que realiza Peter Bürger en Teoría de la vanguardia, nos damos cuenta que «sólo un arte que se aparta completamente de la praxis vital (deteriorada), incluso por el contenido de sus obras, puede ser el eje sobre el que se pueda organizar una nueva praxis vital»[12]. Pero como reflexionó Marcuse, este papel es contradictorio: de un lado, el arte protesta contra un presente deteriorado, preparando la formación de un orden mejor. Del otro, y en esto consiste la paradoja, en la medida que prepara ese orden mejor en la apariencia de la ficción, descarga a la sociedad existente de la presión de la fuerzas que pretenden su transformación[13]. Este carácter contradictorio del momento "afirmativo" del arte -como lo etiquetaba Marcuse- lo encontraremos en Adorno, quien a partir de una estrategia dialéctica, defenderá una función "negativa" del arte.

            En suma, la reflexión de Jameson se erigirá como un ejercicio de gimnástica teórica que tiene por objetivo recuperar la posibilidad para el arte de constituir un enclave desde el cual presentar beligerancia al sistema económico y la ratio instrumental de éste, sin desatender el necesario carácter de mercancía de todo fenómeno artístico. Esto es: Jameson niega la posibilidad que postulara Adorno de una autonomía real del arte, de su carácter de afuera, de no identidad, pero asevera que esto no invalida por completo cierto papel político del arte. En este último punto, al recuperar Jameson la teoría marxista que profesara Adorno, coinciden ambos pensadores en recuperar la profética idea benjaminiana de la polititzación del arte[14]: de ahí el sentido de postular una estética geopolítica[15].

            El presente trabajo trata de reflexionar acerca de las relaciones que se establecen entre el arte y la cultura postmoderna, entre la teoría estética y el sistema económico: se trata de replantear la cuestión adorniana de la autonomía del arte, de la posibilidad de una distinción entre alta y baja cultura, la reformulación de los ideales vanguardistas de un aniquilante art pour l'art[16] enfrentado a l'art engagé, así como del carácter autoconsciente del postmodernismo que lo llevaría a una suerte de 'sacrifico paradójico' -en el sentido que le da Kierkegaard- que constituiría la asunción por parte del arte de su culpa (esto es, de su carácter de producto, de su 'forma mercancía) y su consecuente apertura al mundo, que tan bien encarna la literatura de David Foster Wallace.

            En otras palabras: este trabajo trata de explorar los pasajes interiores entre la teoría estética de Adorno y la estética geopolítica de Jameson en el contexto del carácter político del arte y la cultura y, en consecuencia, de la cuestión de la autonomía del arte. La hipótesis fundamental que se pone sobre la mesa es si, tal y como afirma Adorno, la única posibilidad de un arte político pasa por su asimilación a la teoría, a la filosofía, y su constitución como una racionalidad otra que esté desligada de los imperativos sociales, erigiéndose así como una esfera autónoma, o si bien, al contrario, como apunta Jameson, el arte puede constituirse como fenómeno político y crítico para con la sociedad sin la necesidad de evadirse de las condiciones materiales y económicas que lo hacen posible y lo explican, sin la necesidad, pues, de redimirse de su carácter de mercancía.



[1] Eagleton, T; La estética como ideología. Pág. 52.
[2] Una idea que a Jameson le gusta de repetir: «El espectáculo es el capital en tal grado de acumulación que ha devenido imagen» (Debord, G; La sociedad del espectáculo).
[3] Cfr. Lipovetsky y Serroy; La pantalla global.
[4] Cfr. Sibila, P; La intimidad como espectáculo.
[5] Cfr. Benjamin, W; La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
[6] Jameson, F; Marxismo tardío. Adorno y la persistencia de la dialéctica. Pág. 303.
[7] Sus planteamientos parten del pensamiento de Ernest Mandel y su principal obra El capitalismo tardío.
[8] Jameson distingue entre 'postmodernidad' y 'postmodernismo': el primer término se refiere a un período de tiempo concreto y el segundo designa un estilo, una pauta o tendencia que gobierna la ejecución y composición artística y cultural de una determinada época.
[10] Jameson, F; Reflexiones sobre la postmodernidad. Es de Sánchez Usanos. Pág. 15
[11] Jameson, F; Reflexiones sobre la postmodernidad. Págs. 29-30
[12] Bürger, P; Teoría de la vanguardia. Pág. 104.
[13] Ibídem. Pág. 104.
[14] «Este es el sentido de la estetización de la política que el fascismo propone. El comunismo le responde con la politización del arte» (Benjamin, W; La obra del arte en la época de su reproductibilidad técnica.)
[15] Cfr. Jameson, F; La estética geopolítica.
[16] Ver el epílogo de: Bejamin, W; La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica.

4.28.2012

Inmigración, ciudadanía y democracia (II)


En el primer caso, la argumentación de Campillo en Ciudadanía y extranjería en la sociedad global pasa por la consideración del ser humano como homo viator: para él, el hombre sería un animal esencialmente inmigrante. En este sentido, el elemento problemático residiría en el mito de la autoctonía, en el vículo atávico entre tierra y sangre, el mito de la pertinencia a una comunidad étnica: «se postuló que la comunidad política ideal debía ser completamente autárquica o soberana, esto es, debía autoafirmarse mediante la separación física, la diferenciación simbólica, el parentesco endogámico, la autosuficiencia económica y el conflicto bélico con las demás comunidades "extranjeras"».

            Por lo tanto, para Campillo, aquello que vehicula la cuestión es finalmente la idea de Estado-nación: mientras este sigua siendo el mecanismo de reconocimiento social y legal, que llevaría a distinguir entre ciudadanos y no ciudadanos, no se podría hablar propiamente de democracia, sino de democracia restringida al estamento superior. Esto es así porqué Campillo entiende la democracia como «el único régimen político en el que todos los miembros de la comunidad se reconocen unos a otros los mismos derechos, participan por igual en el gobierno de los asuntos públicos y regulan esos derechos y esa participación por medio de leyes que son acordadas entre todos y que también obligan a todos».


            En este sentido, Campillo confiere continuidad a la tesis de Eagleton según la cual los márgenes no son sólo una cuestión de minorías, cuestión -en último término- de inmigrantes, sino que se extendería a la diferenciación entre un estamento superior y una de inferior, haciendo que, de ese modo, el concepto de ciudadanía sea inestable en esencia, puesto siempre al servicio del estamento superior. En la misma línea, lo que hará Zamora es -a partir del instrumental conceptual que le ofrece el pensamiento de Agamben- hacer extensiva esta crítica y ver como en el Estado hay mecanismos de poder que, justificados por la excepcionalidad de una situación (por ejemplo, la inmigración), son ejercidos a ciertos sectores de la población. El punto fundamental es observar la contingencia que radica en el hecho que se aplique a unos sectores de la población y no en otros y, por lo tanto, que esto pueda cambiar: se trata de de denunciar -en la línea de Campillo- que el problema radica en los conceptos de "ciudadanía" y "democracia".

            Así las cosas, en una suerte de primer corolario, podemos afirmar que el pósito de las consideraciones de Zamora y Campillo redundan en la idea de abordar el trabajo de redefinición de los conceptos de "ciudadanía" y "democracia", conceptos donde hay imbricado el problema de la inmigración. No obstante, cabe preguntarse si es posible encargarse de reformular estos conceptos sin haber de replantear, anteriormente, conceptos más fundamentales como el de "hombre" o "persona". Esta pregunta es la que autores realizan autores como Agamben y Esposito. Este es el motivo por el cual se retrotraen a un trabajo conceptual que tiene por objetivo hacer emerger las implicaciones inherentes a estos conceptos. En otras palabras: poner al descubierto "el lenguaje que habla" en estos términos clave del pensamiento occidental.

            En el caso de Esposito, en Tercera persona. Política de la vida y la filosofía de lo impersonal, después de reflexionar sobre el concepto de "persona", acaba concluyendo que éste es obsoleto e inadecuado, en la medida que si nos servimos de la idea de persona acabamos haciendo una distinción ontológica entre una vida esencialmente digna y una que no: hablar de personas implica, necesariamente, postular la existencia de no personas. La idea es, según Esposito, tender hacia un modelo de impersonalidad que vendría vehiculado a partir del pensamiento de Weil, Blanchot, Foucault y Deleuze.
No obstante, lo que ahora nos interesa es ver que -tal y como señala Eagleton- nos encontramos en un cul de sac: de un lado, hemos visto como el problema de la inmigración y, más generalmente, el de la ciudadanía, dependían del reconocimiento social, de la creación de una identidad cultural y legal, la cual cosa, a su vez, dependía fundamentalmente de la construcción conceptual; pero, si seguimos a Esposito y Agamben en su intento de dinamitar la exclusión social desde la deconstrucción conceptual, tendiendo hacia un modelo de impersonalidad, nos encontramos con el ideal deleuziano de impersonalidad y nomadismo. Es este círculo vicioso el que Eagleton ponía de manifiesto y que ahora reencontramos en su forma más elaborada.

            Bien es cierto que se podría objetar que el círculo no es propiamente vicioso, que la exaltación que se hace de, por ejemplo, la figura del apátrida en el pensamiento de Deleuze no se corresponde con la figura del marginado social, sino que se piensa como ideal de vida desnormativiado. Es evidente, aun así, que el modelo de impersonalidad es difícilmente conjugable con la praxis.

            Lo que Eagleton está poniendo encima de la mesa es el prejuicio posmoderno contra todo discurso ideológico que apeste a "gran relato". En otras palabras: está buscando un soporte arquimediano, un término medio aristotélico, desde el cual repensar la cuestión. No toda autoridad ha de ser sospechosa por naturaleza, la normatividad no es siempre restrictiva: «sólo un intelectual sometido a una sobredosis de abstracción sería lo bastante estúpido para imaginar que todo lo que doblega una norma es políticamente radical».

            Parece que Eagleton trata de evitar la esclerotización de la reflexión política en la deconstrucción conceptual: no quiere acabar afirmando -como Leo Strauss al ver la conversión de la filosofía política en reflexión metaética- que la filosofía política ha desaparecido. En este sentido, Campillo acertaría al acercarse al problema de la inmigración desde la relación entre los conceptos de "ciudadanía" y "democracia", planteando el problema desde el contexto del Estado-nación, que es la tecnología que permite la articulación entre Estado e individuo.

            En suma: lo que se ha querido resaltar es como la intuición de Delgado de abordar "el inmigrante" como construcción social, como "personaje conceptual", es relevante en la medida que sienta las bases para la extensión del problema a conceptos más generales, a la manera de Campillo y Zamora. Aún así, hemos recorrido a la noción de "reconocimiento social" -en un sentido amplio- porqué el desarrollo de la identidad personal de un sujeto está ligada a la presuposición de determinados actos de reconocimiento por parte de otros sujetos, de manera tal que nos permite reseguir la argumentación de Campillo cuando reconstruye la relación entre inmigrante y Estado-nación. Finalmente, hemos recorrido sistemáticamente a Eagleton como contrapunto, en la medida que nos confería una suerte de término medio aristotélico a la reflexión, con tal de no caer en un pensamiento histriónico y ensimismado.

Por esa misma razón se ha iniciado la reflexión con la irónica invectiva de Eagleton contra Deleuze, al parafrasear a Groucho Marx con eso de «¿quién querría estar incluido, en todo caso, en este montaje?» con tal de avisar sobre el riesgo de caer en divagaciones metafísicas que exalten el papel del apátrida cuando, como también afirma Eagleton, «los márgenes pueden ser lugares insoportablemente dolorosos de habitar, y existen pocas tareas más honrosas para los estudiosos de la cultura que contribuir a crear un espacio en el que los despreciados y los ignorados puedan encontrar una voz propia».

4.13.2012

Inmigración, ciudadanía y democracia (I)


Terry Eagleton, en Después de la teoría, reflexiona sobre los mecanismos de exclusión e inclusión de una sociedad, lanzando una irónica invectiva contra aquel pensamiento que aborda el fenómeno de la inmigración reivindicando la marginalidad como enclave estratégico desde el cual presentar resistencia y socavar el sistema: se pregunta, con Groucho Marx, «¿quién querría estar incluido, en todo caso, en este montaje?». La retórica de Eagleton carga sus tintas contra aquello que él, a grandes rasgos, llama "la teoría", término con el cual se refiere al pensamiento filosófico y al movimiento cultural que va de los años 60 franceses y la contracultura americana hasta el triunfo, ya a finales de los 70 y principios de los 80, del pensamiento neoliberal. Al parafrasear a Groucho Marx, lo que se está poniendo en cuestión es la reivindicación que "la teoría" hace de la marginalidad, del nomadismo, de la no identidad o de los umbrales de una sociedad.
            Podemos identificar claramente los pensadores que hacen de sparring de Eagleton: los nombres de Deleuze, Foucault, Derrida, Barthes o Blanchot están detrás de algunos de los términos contra los que Eagleton arremete. Aquello que les critica es que «si la marginalidad es un lugar tan fértil y subversivo como los pensadores posmodernos parecen sugerir, ¿por qué iban a abolirla?». Aquí está operando de fondo el marxismo de Eagleton, lo cual le lleva a extender el argumento: para él, el problema es que seguimos pensando en los márgenes de una sociedad como minorías. Aun así, en los márgenes no encontramos solamente a inmigrantes, sino a todos aquellos que, de una forma u otra, son reconocidos como el Otro. Para Eagleton el culto de la diferencia, del exilio o del inmigrante como referentes de libertad y movilidad sigue manteniendo la oposición binaria, excluyente, que iría contra aquello mismo que pretendidamente se defiende.

            Es posible, en este contexto, trazar una conexión entre identidad y marginalidad: el problema de la inmigración no sería una cuestión aislada, de minorías, propia del fenómeno migratorio y que se circunscriba a este, sino que -más generalmente- hace referencia a un problema de reconocimiento social. Manuel Delgado, en su artículo ¿Quién puede ser "inmigrante" en la ciudad?, parece propiciar esta interpretación: se ocupa del inmigrante como construcción social, imaginaria, de realidad ectoplasmática. Esto, como avisa, no es una forma de devaluar la envergadura del problema, de menospreciarlo a base de conceptualizarlo: al contrario, al ser una ficción que puede encarnarse en diferentes actores sociales, implica que se intensifique su realidad.

            Delgado se está sirviendo de la idea de Deleuze de "personaje conceptual": inmigrante no es aquel individuo sometido a ciertos avatares biográficos, sino que es una categoría -un concepto identificante- que señala a ciertos individuos, estigmatizándolos y incluyéndolos al sistema matizadamente[1]. En este sentido, cabe retornar a las palabras de Eagleton, quien afirma que «el capitalismo es un credo impecablemente incluyente: no le importa a quién explota. Es admirablemente igualitario en su buena disposición para menospreciar sin más a cualquiera. Está dispuesto a codearse con cualquier antigua víctima, por poco apetecible que sea».

            Por lo tanto, no podemos afirmar que el inmigrante sea alguien que no está incluido en el sistema o, más bien, en el territorio (Estado-nación); no es nadie a quien se deje fuera. Acertadamente, Delgado señala que es un mecanismo que funciona en el imaginario social y que, a la práctica, se traduce en técnicas biopolíticas de exclusión inclusiva: el inmigrante, como figura imaginaria, es algo que se excluye, que se repudia, pero, en tanto que fuerza de trabajo -en tanto que material maleable- es incluido.


            Entonces, es posible entrever como la definición conceptual del inmigrante -en lo que llamaremos reconocimiento social- se juega su estatus legal, sus derechos y sus libertades. Hablar del inmigrante imaginario no es una cuestión de academicismo, de filisteismo ilustrado. En este sentido, podemos remitirnos a las palabras de Isaiah Berlin, quien -en su célebre Dos conceptos de libertad- pone de manifiesto la relación existente entre libertad y reconocimiento social, afirmando que «basta con manipular la definición de hombre y podrá hacerse con la libertad de aquel lo que el manipulador quiera».

            Hechas estas consideraciones, podemos volver a la reivindicación de Eagleton según la cual uno de los problemas que tenía el pensamiento postmoderno de los 60 era seguir considerando los márgenes de la sociedad como minorías: el espíritu marxista del inglés lo lleva a reivindicar que en los márgenes de la sociedad no encontramos solamente a inmigrantes, sino también a ciertos ciudadanos -los trabajadores, "la clase obrera"- que no son precisamente pocos. Así las cosas, aquí no nos interesa tanto discutir sobre qué individuos formarían parte o no de los márgenes, sino ver -con Delgado y Berlin- que no hay una diferencia esencial entre inmigrantes y autóctonos, que no es -como apunta Eagleton- una cuestión binaria entre el Mismo y el Otro, sino un espectro de matices construido humanamente, que depende del aparato conceptual, de los mecanismos de jerarquización social, de definiciones consensuadas.

            Si nuestro punto de vista se centra en el reconocimiento social como fenómeno performativo de creación de identidad, que vincula la categorización social con la praxis, con la determinación efectiva de derechos y libertades, entonces, es más comprensible el paso que autores como Antonio Campillo y José Antonio Zamora; un paso que consiste en extender la reflexión sobre la inmigración a los conceptos de "ciudadanía" y "democracia".



[1] El inmigrante es visto como una figura que está atrapada en el ritual de paso, y queda conformado en el imaginario social bajo características negativas que lo estigmatizan: es visto como extranjero, intruso, pobre, inferior culturalmente, numéricamente excesivo y como peligroso.

4.03.2012

La puta de Mensa: el vago erotismo de la cultura


Si queremos reflexionar brevemente sobre la relación entre lo que podríamos llamar cultura ideal y cultura reificada en la narrativa contemporánea, debemos no sólo hacer crítica literaria sino acercarnos a aquello que Eagleton etiqueta, no sin sorna, como "la teoría". Para ello debemos -claro está- empezar y terminar con las altas palabras del academicismo (o de las pocas ruinas que de ello quedan) porque, como decía Macedonio Fernández, no hemos venido preparados para improvisar.



1.

Lo que en un plano cotidiano se ha dado en llamar bovarysmo se define como una falta de reacción individual que lleva a obedecer a una sugestión del medio exterior, reacción que presupone, como es evidente, una falta de autosugestión. Este ejercicio mimético, la imitación de un deseo imaginario, situado en un tercero, es lo que René Girard estudia en Mentira romántica y verdad novelesca. Lo cierto es que a Girard le interesa la intersección de la literatura y la sociología: tomando como modelo la gran literatura de Cervantes, Proust, Stendhal y Dostoievsky, construye una teoría del deseo triangular, basado en la figura del mediador del deseo.

            Una afirmación fundamental que aparece en los primeros compases del estudio es la siguiente tesis: el mediador es imaginario, la mediación no. Por lo tanto, la reflexión de Girard girará en torno el concepto de mediación, el cual vendrá definido por la distancia que separa al modelo y su epígono. La mediación tomará, pues, muchas formas distintas y, en cierto modo, puede afirmarse que hay una gran corriente literaria -que por su dispersión y su obvia heterogeneidad no pueden ser reducidos a una corriente concreta (¿alguien dijo novela psicológica?)- que construye la narración encima de la distancia entre imitador y imitado, y explotan los rasgos concretos de la mediación que emerge.

2.

Si bien hay innombrables ejemplos clásicos más allá de los que se ocupa Girard, es possible ver como la relación de mediación se reformula en la narrativa contemporánea como una forma de extrema mediación externa, partiendo de la más absoluta de las rupturas con el pasado: hay una acentuada consciencia del tiempo como elemento performativo, de su relevancia estética. Es la enseñanza que se destila de Las ruinas circulares, de Borges: todo tiempo presente -como toda pretendida acción futura- no son más que imágenes dependientes de un pasado recursivo, circular, aunque no a la manera del eterno retorno nietzscheno -que el mismo Borges se ocupa de refutar irónicamente en Historia de la eternidad- sino acentuando la transformación de sentido, la modificación del horizonte hermenéutico que implican las manecillas del reloj.
            El Don Quijote de Menard es mejor que el de Cervantes porqué Menard ha escrito después de Nietzsche y de los hermanos James. Por lo tanto, los dos textos no son aquí idénticos, por bien que sean iguales: no nos vale el principio leibniziano de la identidad de los indiscernibles. O si nos sirve, pero si y solamente si nos atenemos a la más ortodoxa de las interpretaciones del pensamiento de Leibniz: el tiempo sería reducido en la definición de las cosas mismas, formaría parte de la esencia de las mónadas. Siguiendo esta lógica, el Don Quijote de Menard y el de Cervantes no serían idénticos, pues efectivamente tendrían una realidad numéricamente distinta. Una intuición semejante es expresada por Deleuze de Diferencia y repetición: la repetición que Menard haría del Quijote no sería una generalidad, ni un pensar sobre lo mismo, sino un pensamiento distinto. Como aclara Foucault en esa suerte de epílogo que es Theatrum Philosopicum, «la repetición ya no sería el triste cabrilleo de lo idéntico, sino diferencia desplazada».

            Este excurso sobre el valor del tiempo como elemento performativo y estético cobra relevancia al comprobar que la forma de medicación externa -que Girard define como aquella en que la distancia entre imitador e imitado es suficiente como para que las dos esferas de posibilidades no entre en contacto- se radicaliza en la postmodernidad y paraliza el impulso del imitador a partir de la toma de consciencia del hiato esencial que separa los dos esferas. La claudicación, ya sea en forma de rebeldía o de pasivo pesimismo, es el anatema o axioma que toda forma de honestidad literaria debe aceptar como inevitable.

3.

El sueño romántico, la disolución o negación del papel del mediador, es tanto más imposible como más extrema es esta mediación: más obscena se vuelve una narración, que como Las ninfas de Umbral, parece requerir viagra para funcionar, pues el sueño romántico, la sublimidad baudelariana que trata de recuperar para la mediación del yo poético, se convierte en una figura de cartón pluma.

            Se trata de recuperar una modernidad que se vuelve deforme por anacrónica: bebiendo de un existencialismo de segunda fila -heideggerismo destilado e iconografía sartreana- Umbral construye el relato de un artista adolescente que busca la sublimidad sin interrupción anunciada en una cita de Baudelaire, busca la literatura epigramática en los contornos sinuosos de una muchacha. Pero entiéndaseme bien: Umbral yerra en no buscar la poesía de los contornos, como sí hiciera Cabrera Infante en ese carnaval multitudinario que es La Habana para un Infante difunto (suerte de autoficción, de transposición ¿sexual? de la infancia ¿poco freudiana? que reconstruye o deconstruye o subvierte en un juego infinito de relatos que describen muchas mujeres que son solo una, pero eso es otro tema).

4.

La constatación más brutal de lo que hemos llamado extrema mediación externa tendría su trasunto cómico en "La puta de Mensa", relato de Woody Allen en Sin plumas. Primero adviértase -de la mano de Eduardo Mendoza- que no por cómica es menos literatura, pues «si el humor es percibido por la comunidad de los hablantes como algo postizo a la realidad, es decir, como un mero aditamiento, y no como el contenido mismo de la realidad que se describe, los que escribimos obras de humor (a diferencia de obras "con humor"), tenemos que replantearnos nuestra función» .

            Así, lanzada la captatio, podemos seguir. El relato de Allen constituye una parodia del género policiaco: su protagonista, el detective privado Kaiser Lupowitz (quien protagoniza también otro cuento, "El gran jefe") se ve envuelto en una investigación que tiene por objetivo resolver un caso sobre prostitución intelectual. Maridos recién casados, padres de familia, solteros empedernidos, buscan satisfacer sus necesidades intelectuales con jóvenes chicas: así, éstas son enviadas a mantener conversaciones sobre Milton, Hawthorn o Melville. Unas necesidades que, por supuesto, sus mujeres y esposas no pueden satisfacer.

            Vislumbramos, entonces, hasta qué punto puede calar la ironía de Woody Allen: el viejo sueño romántico de buscar la cultura ideal en la vida disoluta y las mujeres y sus contornos, esto es, la sublimidad que Baudelaire encontraba en una qué pasa, los retorcidos sueños del poeta maldito, ya no pueden ser repetidos sin más, ya no es posible sin reconocer ese abismo fundamental. La caída de la modernidad no trajo consigo la desaparición de los grandes relatos y, con ellos, los ideales, sino que los reïfico. No hace falta doblarse a las profecías adornianas de una industria cultural avasalladora y definitivamente mortal, pero sí reconocer el carácter anacrónico de toda forma literaria que busque construirse sobre la base de la distancia externa, repitiendo lo que Girard llamó mentira romántica.

3.14.2012

De panópticos e intimidades

El desafortunado y explícito título El declive del hombre público ha condenado a Richard Sennett a ser el blanco habitual de toda crítica que tenga por objetivo señalar como la intimidad, lejos de retroceder a las trincheras de la interioridad celebrada por ascetas y pensadores, se ha convertido en plataforma performativa y pública. En esa línea son ya conocidas las palabras de Illouz: «el yo interior privado nunca tuvo una representación tan pública ni estuvo tan ligado a los discursos y valores de las esferas económica y política [...] El establecimiento del yo como asunto público y emocional encuentra su expresión más fuerte en la tecnología de Internet, una tecnología que presupone y pone en acto un yo emocional público».

No quiero aquí perderme en disquisiciones barrocas acerca de la sociología de las emociones y la codificación política de la intimidad como discurso público, sino hablar del "último" fenómeno televisivo del mundo de las teleseries, Black mirror. Es un tríptico formado por tres capítulos autónomos, que tienen en común la temática crítica o, más bien, la puesta en cuestión de la representación tecnológica (ya sea televisiva o biotecnológica).

            El primer episodio se puede situar en el contexto de la televisión metacrítica: se inscribe en la línea que va de Videodrome a Inland Empire. La televisión como medio perverso, como instrumento de domino político, la televisión como opio del pueblo. Pero Black mirror va más allá: la televisión deja de ser juzgada como instrumento ideológico para devenir mero soporte de representación de una realidad venida a menos, convertida en reality show. La maquinaria televisiva es sólo un engranaje imbricado en los mecanismos de Internet: Facebook, Twitter, Youtube.

            La trama es simple: un desconocido grupo terrorista secuestra la princesa de Inglaterra, y manda un video a Youtube de ésta pidiendo que, si no quieren que la maten, el primer ministro inglés debe aparecer en televisión y follarse a un cerdo (a la dogma 95, dicen, con un velo poco velado de ironía). Las instrucciones son claras y simples: el guión, soberbio. Lo que observamos es como las redes sociales, junto con la televisión, impiden que el gobierno sea capaz de controlar la situación: el mismo poder socializado y celebrado que ocupó la primavera árabe, ahora es puesto en escena como arma terrorista.


            Aun así, este ejercicio retórico y crítico que supone el primer episodio, sería menos efectivo si no contara con un contrapunto necesario: el tercer episodio. En el primero vemos como la tecnología es capaz de poner en juego unos mecanismos que, a través de la coacción, son capaces de llevar a la pantalla una escena escabrosa, y que esta se convierta en "la primera gran obra de arte del s. XXI". La intimidad es expuesta y pública: pero aquí aún hay algo amanerado, construido. El tercer episodio, en cambio, supone -aparentemente- un paisaje irreal: es un relato de ciencia ficción, un relato de como la biotecnología podría cambiar nuestras vidas. Por lo tanto, a primera vista, todo apunta a que el mundo diegético que se nos describe, aunque coherente, está más alejado.

            La ficción se nos presenta en una ambigüedad axiológica acerca de si es un relato utópico o distópico: los habitantes de ese futuro cercano poseen un pequeño microchip que les permite almacenar todos sus recuerdos en archivos que puede volver a mirar. Además, es fácil proyectar los recuerdos en cualquier pantalla (y esas pantallas globales, como en nuestra sociedad, son omnipresentes). Dejando a un lado el elevadísimo valor cinematográfico del episodio, ahora nos encontramos con que lo que la televisión (las pantallas) representan  y reproducen públicamente son los recuerdos, vividos subjetivamente, de los personajes.

            La parábola es tan evidente que ni hace falta mencionarla. Ahí está el panóptico foucaultiano de Vigilar y castigar: «es el hecho de ser visto ininterrumpidamente, de siempre ser susceptible de ser visto, el que mantiene al individuo disciplinario en su sujeción. El examen, la observación, es entonces la técnica a través de la cual el poder, en vez de emitir señales de fuerza, en vez de imponer su propia marca en sus sujetos, los fija en un mecanismo objetivamente».


            Lo que me interesa, no obstante, es ver como esa intimidad filmada, objetivada, y expuesta públicamente no se aleja de la representación de la intimidad que ya se da en las redes sociales: la única distinción es de grado. Y mientras en el primer episodio vemos la fuerza de esas redes desbocada y al servicio de un terrorismo sui generis, en tanto que acto terrorista, nos parece algo otro, por muy verosímil que nos parezca. La intimidad es acechada y expuesta públicamente, sea de un modo u otro: en Black mirror no hay una condena moral de este estado de cosas, sino que más bien es una obra mimética en el ortodoxo sentido aristotélico; es decir, de lo que se trata es de recrear las posibilidades de la realidad.