2.02.2012

Notas sobre la subjetivización de la estética: una lectura gadameriana de Kant y Schiller. Primera parte.

1. Introducción: la subjetivización de la estética
Umberto Eco propone en Obra abierta (1962) un concepto de obra de arte que ya no consiste en un artefacto perfecto e inalterable, surgido de un desarrollo intelectual y abocada al mundo para que éste la contemple. Sustituye esta anquilosante concepción tradicional por una visión de la obra como suma de posibilidades de interpretación. De modo semejante, Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser desarrollaron -a la estela de la filosofía hermenéutica de Gadamer- la así llamada estética de la recepción, teoría que superaba el "new criticism" de la explicación inherente que proponía Leo Spitzer. Para esta nueva concepción de Jauss y Iser la cuestión no era ya saber según que reglas -históricas o ahistóricas- ha sido producido un texto, sino de qué manera y bajo qué condiciones se efectúa la recepción de un texto, especialmente en cuanto obra de arte[1].
            Antes que ellos, Paul Valéry consideraba la obra de arte como esencialmente inacabada, dejando todo el peso interpretativo en manos del receptor. La pregunta, entonces, es la que sigue: «si ha de ser verdad que la obra de arte no es acabable en sí misma, ¿con qué podría medirse la adecuación de su percepción y comprensión?»[2].

            Bien es cierto que la propuesta de Valéry no coincide con Eco, Jauss y Iser pues aunque todas resaltan el preeminente papel interpretativo del receptor en la obra de arte, el poeta francés -al convertir el lector en creador o culminador de la obra- apunta al nihilismo y la arbitrariedad pues para él, como apunta Gadamer, «una manera de comprender una construcción cualquiera nunca será menos legítima que otra. No existe ningún baremo de adecuación»[3].
            Un primer corolario inevitable a estas consideraciones: la subjetivización de la estética puede llevar a la disolución de la obra de arte si se concibe desde el nihilismo hermenéutico, transfiriendo al lector e intérprete los plenos poderes de la creación absoluta que el artista mismo no desea ejercer[4]. Para Gadamer -quien busca reavivar la cuestión de la verdad en la obra de arte y las ciencias humanas en general- esta comprensión arbitrarista es insostenible, y remonta su genealogía a la concepción de Schiller: éste haría de la experiencia estética algo distinto del conocimiento, del modo natural de relacionarnos con el mundo.
Ahora bien, si Schiller es el enemigo a tener en cuenta, Gadamer es consciente de que también debe lidiar con Kant: «La subjetivización de la estética por la crítica kantiana» es el título que Hans-Georg Gadamer da al capítulo 2 de Verdad y método (1960), donde se encargará de analizar y reorganizar las tesis kantianas de la Crítica del Juicio (1790).
            Aquello que aquí nos interesa es considerar -a la vista de la lectura gadameriana- la subjetivización de la estética que realizara Kant y la posterior concepción de Schiller. Si entendemos la estética de la recepción de Jauss y Iser o la propuesta de Eco como una subjetivización de la estética no arbitrarista, y tenemos en cuenta que éstas se inspiran en la teoría hermenéutica de Gadamer, debemos preguntarnos: ¿cómo ha sido posible esta deriva subjetivista de la estética? Si Gadamer quería arremeter contra la concepción de Schiller y algunas de las más importantes tesis kantianas, ¿por qué centrar parte de su análisis de Verdad y método a considerar estas tesis?

            Gianni Vattimo es taxativo al respecto: «es decisivo para aproximarse a la obra de arte lo que enseña Gadamer acerca de la experiencia estética como experiencia verdadera, que transforma a quien lo experimenta; y la cual, por lo tanto, no puede ser justificada por teorías que se siguen elaborando según el desinterés kantiano pensado en términos cada vez más descomprometidos de todo interés ontológico»[5].
            Parece que nos encontramos en una aporía, pues si Vattimo está en lo cierto, el tratamiento que Gadamer ofrece del pensamiento kantiano parece paradójico en relación a sus intenciones. Peter Bürger ofrece una respuesta tentativa: «como para Gadamer no se puede, en último término, cuestionar el valor de la tradición, tiene que apropiarse, mediante su comprensión, de aquellas tradiciones que rechaza, como en este caso la subjetivización de la estética en la herencia kantiana»[6]. La revalorización gadameriana de la tradición y la autoridad[7] lleva consigo la dificultad de tener que explicar la consciencia estética dominante (conformada por la institución del arte) -que consiste, básicamente, en el desplazamiento de las tesis transcendentales del kantismo a la visión sensible-objetivista de Schiller - para dejar sitio a una teoría del ser del arte[8].
En esta coyuntura podemos comprender las intenciones de Gadamer, pues se trata de recuperar para el arte la función que le otorgara Horacio: delectare y podesse. La obra de arte no ha de concebirse como mera apariencia -un espacio autónomo que se rige con sus propias leyes- sino que además del delectare, del placer desinteresado, la obra de arte no debe emanciparse de la realidad, manteniendo así su existencia parasitaria del ritual: de este modo puede emerger un espacio de verdad, fruto de su compromiso con el mundo, pues así la obra es susceptible de realizar su función de podesse, de educar por medio de esa verdad[9].
            Un segundo corolario: si la función del arte consiste también en educar, ¿no está en sintonía con la propuesta schilleriana? ¿Por qué a Gadamer le interesa reducir el valor del desinterés kantiano y, a su vez, no subscribe la educación estética de Schiller?
*
            Hasta ahora, si bien hemos enunciado que lo que aquí nos ocupa es considerar la subjetivización de la estética llevada a cabo por Kant y Schiller, tan sólo nos hemos ocupado de la lectura de Gadamer. Esta vía negativa para introducirnos a la cuestión no es gratuita: no es claro que la subjetivación de la estética sea tal en el pensamiento de Schiller, puesto que en Kallias su propósito es -desde una perspectiva transcendental- llevar los trazos básicos de la estética kantiana a una determinación sensible-objetiva, a un concepto objetivo de belleza.
            Aún así, si realmente Schiller devolviera la cuestión estética al objetivismo y dejara atrás el kantismo como un error fatal, ¿por qué Gadamer arremete contra su pensamiento? La justificación del rodeo retórico de esta introducción a través del pensamiento de Gadamer se debe, en primer lugar, al hecho que fue la lectura de Verdad y método la que inspiró la reflexión acerca de la subjetivización de la estética y, segundo, porque -como gustaba decir a Ortega y Gasset- la filosofía es como Jericó: se toma a base de darle vueltas.
            En suma, la hipótesis de trabajo que guiará el análisis, primero, de la Crítica del juicio de Kant, y de Kallias y las Cartas sobre la educación estética del hombre de Schiller, después, será considerar en qué sentido puede leerse la teoría estética de Schiller como una radicalización de la propuesta subjetivista que se destila de la crítica kantiana. Dicho de otro modo: analizar si, tal y como apunta Gadamer, «en sus escritos estéticos Schiller transforma la subjetivización radical, con la que Kant había justificado transcendentalmente el juicio de gusto y su pretensión de validez general, convirtiéndola de presupuesto metódico en presupuesto de contenido»[10]. No solamente está en juego la cuestión del juicio estético, sino también la de la autonomía del arte y de la consciencia estética como exigencia moral, reformulada «como imperativo: compórtate estéticamente»[11].
            Así las cosas, cabe considerar hasta qué punto Gadamer acierta o yerra en su lectura para entender el peso que el giro subjetivista ha tenido y tiene en la estética contemporánea, pues si bien es cierto lo que señala Bürger acerca de la necesidad gadameriana de recoger y revalorizar la tradición en una surte de dialéctica, no es menos cierto que en la propuesta de Gadamer -al situarse en la perspectiva heideggeriana y hacer de la comprensión un existenciario- la cuestión de la recepción no puede ser ajena a la ontología de la obra de arte.


[1] Rothe, A; El papel del lector en la crítica alemana contemporánea. Pág. 16.
[2] Gadamer, H-G; Verdad y método. Pág. 136.
[3] Ibídem. Pág. 136.
[4]  Ibídem. Pág. 136.
[5] Vattimo, G; Filosofía y poesía: dos aproximaciones a la verdad. Gedusa, Barcelona, 1999. Pág. 10.
[6] Bürger, P; Crítica de la estética idealista. Visor, Madrid, 1996. Pág. 20.
[7] Gadamer, H-G; Verdad y método. La cuestión de la revalorización de la tradición y la autoridad se centra en el capítulo 9, en el apartado "Rehabilitación de autoridad y tradición". Pág. 344.
[8] Bürger, P; Crítica de la estética de la estética idealista. Pág. 22.
[9] Bürger, P; Teoría de la vanguardia. Península, 1987, Barcelona. Pág. 94.
[10] Gadamer, H-G; Verdad y método. Pág. 121.
[11] Ibídem. Pág. 121.

1.14.2012

DE HÉROES Y VILLANOS: UNA REIVINDICACIÓN


«No se atenga, pues, a ninguna regla [...] Usted, al fin y al cabo,
 es un plebeyo, fue una tontería por mi parte
 pensar que podría comportarse como un caballero»
Javier Tomeo

1. Los hechos a constatar
Siempre ha habido, hay, y habrá héroes y superhéroes, del mismo modo que también ha habido, hay y habrá siempre villanos y bandeados. Esto es un hecho, un factum -para decirlo con pedantería innecesaria-. En todos los campos, en todas las situaciones imaginables e inimaginables: siempre los habrá, unos y otros, opuestos a la vez que necesariamente unidos, pues unos son condición de posibilidad de los otros. Esto también es un factum. La conclusión, deducción lógica  y  corolario inevitable, es que en el mundo de la literatura -que es uno de los muchos campos posibles- ha habido, hay y habrá héroes y villanos.
            No pretendo aquí describir y escribir sobre la metafísica de los chanchullos editoriales, las promociones de autores y los círculos de amigotes, tantas veces anunciados y denunciados, en tantas ocasiones arrojados a la palestra pública que es internet: críticos y autores batiéndose patéticamente como gladiadores para obtener el aplauso del público, acusaciones de conspiraciones milenaristas para hacer de un héroe villano, autores -presuntamente- solitarios que se largan y se ocultan -presuntamente- del mundanal ruido para figurar -presuntamente- en la plantilla de los villanos, cuando en realidad su escapada es vista como heroicidad y su silencio proclamado a voces la banda sonora de su -presunta- nulidad pública.
            Pero vuelvo a mi tesis inicial: como en la ontología de Spinoza -donde el mal no es un problema sino un hecho y, por lo tanto, la teodicea no tiene lugar-, nuestro dualismo héroe/villano no requiere de más análisis que la mera constatación. Es por eso que con intención panfletaria prescindo de la crítica y me aboco a una reivindicación: Javier Tomeo.

2. Héroes de nuevo cuño y más etiquetas ridículamente publicitarias: Javier Tomeo, el Pynchon español
            Javier Tomeo es uno de los más grandes villanos de las letras españolas. Insisto: españolas. Que en el actual mundo literario español su obra no le sirva de égida y espada para obtener un lugar destacado en la crítica no es en ningún modo sorprendente. Sin embargo, lo es más el hecho que tampoco su reconocimiento internacional le haya ayudado, pues Tomeo es autor de culto más allá de nuestras fronteras, un héroe europeo: ni la avaricia de las grandes casas editoriales le salvó. Desconozco los motivos: tampoco ahora importan.

            Lo destacable es que en un aparador literario que va de los suplementos culturales a los blogs -crítica vertical y transversal- y se vanagloria aquí y allá de su radical postmodernidad, celebrando ininterrumpidamente la aparición de nuevas generaciones más extremadas y más deliciosas si cabe, a la vez que venera a los viejos dinosaurios norteamericanos (Pynchon&Co), casi nadie es capaz de reconocer una literatura que para nada se aleja de aquellos postulados estéticos que están defendiendo con alegría exultante. Creo tener que admitir, aunque me pese, que esto también es un hecho.
            La narrativa de Tomeo abre un espacio de delirio, que pone en suspenso la mayor parte de las leyes de la llamada genéricamente novela decimonónica (etiqueta con la que se dilapida todo libro que no se proponga ir más allá del mero contar una historia). Abre un espacio, decía, donde la realidad es crudamente representada, donde el humor es la baza principal. La metanarrativa, la creación de un universo diegético que prescinda de las leyes de la verosimilitud, los funambulismos técnicos, el surrealismo o la apuesta por el absurdo no son elementos ajenos a su obra, más bien al contrario: son construidos desde una inusitada voz propia, algo que la mayoría de vedettes literarias, esos superhéroes que corren en calzoncillos por las portadas de los suplementos y revistas, cambiarían por su fama, por su capa y su fotogénica figura.
             
3. De la incapacidad de usar  el paraguas como espada
Como el protagonista de 'El hotel de los pasos perdidos' -el primer relato de Cuentos perversos- Tomeo es capaz de pasar una vez y otra delante de nosotros, ataviado de los más estrambóticos disfraces solamente para echar unas risas, para reír a carcajada limpia de nuestra pobre cara de imbéciles. Nosotros -lectores y maleteros y recepcionistas del gran hotel- asistimos a un espectáculo inadvertido: ni tan sólo nos damos cuenta del hecho de estar contemplando un espectáculo. No tenemos ni la más remota de idea de que es el mismo autor quien ha puesto y dispuesto, quien se ha cruzado por recepción preguntando por sí mismo, preparando ya el terreno para su próximo número.
            Se diría de él, como se ha dicho -incomprensiblemente- de Borges, que su estilo es simple. Si por construcciones simples se entiende "oraciones que se ciñen al sujeto-verbo-predicado", y son más bien cortas, entonces el estilo de Tomeo es la simplicidad:
«Aquella primera tarde de primavera las dos nietecitas sonrosadas y azules pidieron a su abuelito que les contase un cuento de princesas subnormales. Las muy pícaras no dijeron princesas perversas, envidiosas o ambiciosas. Dijeron sólo princesas subnormales.» (Las nietecitas preguntonas)
O bien:
«Lo primero que vi al salir de la estación fue que las calles de aquella ciudad estaban llenas de sanguijuelas. Eran de color verde oscuro y tan largas y gruesas como el brazo de un hombre» (La ciudad de las sanguijuelas)
 Aunque nada más lejos de la realidad: si bien en sus cuentos o microrelatos la simplicidad puede estar al servicio de la sequedad y  la brutalidad, como en las citas anteriores, la mayor parte de las veces la apariencia de simplicidad se basa en un manierismo quirúrgico, en la disección o vivisección del significado para mostrar su esencia y reducir la oración a su más mínima expresión. Todo esto lejos del efectismo, de la voluntad minimalista, de la afectación: la llaneza y la fluidez son el espectro refractrado del trabajo técnico que opera en la construcción de cada línea.
            Esto es patente en la ingeniería narrativa que se perfila por debajo de la escritura de El castillo de la carta cifrada: una obra maestra, narrada en segunda persona, que se sitúa en una temporalidad inconcebible por la superposición de capas históricas contradictorias. La acción se reduce al hilarante monólogo de una suerte de señor feudal -medio asceta, medio libertino- que quiere acabar con su soledad mandando una indescifrable misiva a un congénere de dudosa existencia que habita un castillo cercano. El receptor del monólogo, Bautista, su grácilmente cojo lacayo, sólo es interpelado una y otra vez, y únicamente es capaz de responder con signos al torrente verbal de su amo:

«¿Qué nuevo sistema de gobierno y qué nuevo modelo de sociedad es capaz de ponerle un cascabel a la muerte? Está claro, Bautista: de nada sirve dar un cielo a los hombres, porque los hombres no han nacido con alas. Serán siempre ellos quienes, a solas con su propio yo, frente al espejo de sus consciencias, deberán solucionar sus problemas más auténticos. El eco de las charangas que llega hasta la pequeña habitación del solitario no podrá redimirle nunca de ese gran compromiso. Esperar otra cosa sería un pecado de soberbia..Pero, en fin, volvamos a lo nuestro. Habíamos quedado en que usted es incapaz de utilizar el paraguas como si fuese una espada. De acuerdo, utilícelo, pues, como si fuese un garrote. De rienda suelta a todos sus instintos y no se detenga hasta que ese malandrín, puesto de rodillas, le pida perdón» (El castillo de la carta cifrada, p. 70)
Encontramos una mirada que salta de la paródica reflexión filosófica sobre el ascetismo autoimpuesto a la exaltación de los instintos y la violencia: la voz narrativa de Tomeo siempre parte de una inocencia que tiene algo de alambicado, algo de doblez; que trasciende muchas veces a un nivel claramente irónico. Pero es en la coyuntura de una realidad intemporal y aséptica que esta voz se vuelve cruda e hiriente, que tiene algo de esa risa en la oscuridad que inquieta.
«Al oírme decir todo eso con mi voz de bajo profundo, se les ponían los pelos de punta y escapaban corriendo en todas direcciones, convencidos de que se habían topado con el diablo, y entonces era yo quien rompía a reír a mandíbula batiente. Lo malo de aquellos encuentros es que tenían que pasar cuatro o cinco horas antes de que recuperase mi voz de niño  (El caballo blanco de Santiago)
4. Coda: de héroes, villanos y muñecas hinchables
Esto ha sido tan sólo una reivindicación, la exaltación panfletaria de un autor, de un villano, de uno de los grandes olvidados de la literatura española, pues si bien lo siguen publicando regularmente, es obviado por los grandes medios, por los pequeños, por los blogueros autónomos y por los blogueros a sueldo.
            Uno de mis profesores en la universidad escribió, recordando la metáfora de Ptolomeo de Lucca, que la comparación del Estado con una casa de putas era signo de una sapiencia atávica y de gran clarividencia política. No creo que la analogía sea extensible al mundillo literario, pues no es tanta su grandeza: más bien aquí deberíamos emplear el símil de la muñeca hinchable, pues al fin y al cabo toda crítica es onanismo, narcisismo y, por qué no, vacuidad.  
            No obstante, «cuando le abandonó su muñeca hinchable, mi amigo pensó que su soledad ya no tenía remedio y se sintió el hombre más infeliz del mundo».

1.08.2012

I shame to wear a heart so white



«Lo que vemos y oímos acaba por asemejarse y aun igualarse con lo que no vimos ni oímos, es sólo cuestión de tiempo, o de que desaparezcamos. Y a pesar de todo no podemos dejar de encaminar nuestras vidas hacía el oír y el ver y el presenciar y el saber, con el convencimiento de que esas vidas nuestras dependen de estar juntos un día o responder a una llamada, o de atrevernos, o de cometer un crimen o causar una muerte y saber que fue así. A veces tengo la sensación de que nada de lo que sucede sucede, porque nada sucede sin interrupción, nada perdura ni persevera ni se recuerda incesantemente, y hasta la más monótona y rutinaria de las existencias se va anulando y negando a sí misma en su aparente repetición hasta que nada es nada ni nadie es nadie que fueran antes, y la débil rueda del mundo es empujada por desmemoriados que oyen y ven y saben lo que no se dice ni tiene lugar ni es cognoscible ni comprobable. Lo que se da es idéntico a lo que tomamos y asimos, lo que experimentamos idéntico a lo que no probamos, y sin embargo nos va la vida y se nos va la vida en escoger y rechazar y seleccionar, en trazar una línea que separe esas cosas que son idénticas y haga de nuestra historia una historia única que recordemos y pueda contarse. Volcamos toda nuestra inteligencia y nuestros sentidos y nuestro afán en la tarea de discernir lo que será nivelado, o ya lo está, y por eso estamos llenos de arrepentimientos y de ocasiones perdidas, de confirmaciones y reafirmaciones y ocasiones aprovechadas, cuando lo cierto es que nada se afirma y todo se va perdiendo. O acaso es que nunca hubo nada.»

(Javier Marías, Corazón tan blanco)

12.25.2011

La gran resaca

«¿Cómo podría empezar este capítulo?
Les brindo unas cuantas variaciones,
para que puedan ustedes elegir
Vladimir Nabokov, Desesperación

Primera variación: entre la afirmación de Kafka que «un narrador no puede hablar sobre el hecho de narrar. O narra o calla, eso es todo» y la de Barthes, según la cual «lo que se cuenta es el contar» se halla un abismo que separa dos formas de entender la literatura.
Segunda variación: "entretener" no es una categoría estética. Véase la distinción entre agradable y bello. Si ustedes la revisten de lenguaje neomoderno, la adornan considerablemente con una teoría hermenéutica que sustraiga al concepto de su contexto, y la guarnecen con un populismo que apele a la indistinción entre alta y baja cultura  que la posmodernidad presuntamente trajo consigo, sustentando el esperpento teórico en un nihilismo estructural disfrazado de teoría de la recepción estética, el resultado es una muñeca hinchable ataviada de gran dama que sólo va a traer problemas. En otras palabras: acabaran ustedes como Wilt, el personaje de Tom Sharpe.  
Tercera variación: «A decir verdad, casi no podía recordar nada de lo que sucedió después que salté de la cama. Debió de ser un día como tantos otros. Hace tiempo me contaron un chiste: un hombre va al médico y éste le pide que le describa sus actividades diarias. El paciente empieza: "Me levanto, me lavo los dientes, vomito, me lavo la cara..". "¿Vomita cada día?", le interrumpe el médico. "¡Claro, doctor!", responde el paciente. "¿Usted no?". Pues ese hombre soy yo». (Los tipos duros no bailan, Norman Mailer)
Cuarta variación (y última): Wolfgang Iser distingue entre texto y obra. El texto es considerado como pura potencialidad, mientras que la obra es considerada como conjunto de sentidos constituidos por el lector a lo largo de la lectura. Así, la estructura de un texto no determina el sentido, sino únicamente el ritmo: de lo que se trata es de la proyección de sentido, la actualización constante de expectativas que permiten la comprensión.
            La búsqueda de unidad del sentido, ya sea en la parte o en el todo (véase circulo hermenéutico), puede darse en dos direcciones: como movimiento dinámico horizontal o como movimiento dinámico vertical. El primero -horizontal- comprende la sucesión de sentido provisional, es la génesis de una expectativa a partir de ese sentido latente; el segundo -el vertical- trata de constituir un sentido de orden superior sobre la base de unidad de sentidos inferiores.
La proyección de sentido, la revisión de las expectativas, lleva a la confirmación posterior o a la defraudación.
*
La gran resaca es aquella que provoca una constante defraudación de toda expectativa. Análogamente podemos entender la "novela negra" de Mailer, Vian y Pynchon como la gran resaca de la novela negra. Me explico.
            Lejos de disponer un relato bien estructurado que convoque una maraña de hechos ambiguos, personajes sombríos y ambientes lúgubres, acudiendo al decálogo básico de este género, no es que nuestros autores se olviden del hecho que la baza principal de esta literatura consiste en la ocultación y desocultación del sentido, la desviación continua de la trama, la refractación caleidoscópica que han de ofrecer los testimonios. La deformación es buscada, la negación de sentido y la defraudación son constantes y constitutivos.

            El punto de inflexión es la cuestión del narrador. Norman Mailer, como hemos visto en la tercera variación, se sirve en Los tipos duros no bailan de un narrador que despierta de su gran resaca, viéndose envuelto en un doble asesinato del cual no sabe ni tan sólo si él es el culpable. Adoptando el papel de narrador, actor, voyeur y comentarista, Tim Madden se lanza a resolver "el misterio".
            La subasta del lote 49 o Vicio propio de Pynchon están narrados por una tercera persona extradiegética, pero el papel de este narrador casi queda reducido a meras y extrañas acotaciones al diálogo del aparador de personajes que hacen acto de presencia en las narraciones. En Vicio propio es el detective privado Doc Sportello quien -en Los Ángeles de finales de los sesenta- persiguiendo a una antigua novia, que se prefigura como una suerte de femme fatale, se ve envuelto a un delirante trama que cristaliza el ecléctico imaginario de Pynchon:
«Ahora lo único que vemos son polis, la tele está saturada de mierdosas series de polis, que parecen tipos normales, que sólo quieren hacer su trabajo, gente corriente, que no suponen más amenaza para la libertad de nadie que un padre en una sitcom. Pues vale. Los espectadores están tan contentos con la pasma que ruegan que por favor los detengan. Adiós, Johnny Stacatto, bienvenido, Steve McGarret, y ya de paso, por favor, echa mi puerta abajo a patadas. Mientras tanto, aquí, en el mundo real, la mayoría de los sabuesos privados ni siquiera sacamos para pagar el alquiler».
No cambia mucho la cosa en Que se mueran los feos, de Boris Vian. Es narrada por un joven perfecto, un Pat Bateman virgen que quiere seguir siéndolo a toda costa. El primer capítulo (paradójica e irónicamente intitulado "Todo comienza con calma") empieza como sigue:
«Recibir un golpe en la cabeza, no es nada. Ser drogado dos veces seguidas en una misma noche, se puede aguantar...Pero salir a tomar el aire y encontrarse en una habitación desconocida, con una mujer, ambos como Dios nos trajo al mundo, ya se pasa un poco. En cuanto a lo que me sucedió después..Pero creo que será mejor que comience por el principio, por la primera noche. Una noche de verano, para ser exactos. La fecha importa poco
            Esta suerte de juegos narrativos, evidentemente, no son nuevos. No son éstos los primeros narradores de cuyas situaciones no quieren o no pueden acordarse. Lo que es, si no nuevo, al menos constitutivo de estas novelas es la frustración de expectativas, la cancelación de toda proyección de sentido. No se trata de entretener, de captivar el lector, de engancharle -esa palabra maldita- sino de confundirlo, extraviarlo hasta el hastío: negar toda reducción de la multiplicidad a la unidad, la perfecta antítesis de una estética racionalista a lo Baumgarten.

             El juego detectivesco deviene entonces un juego narrativo, la cuestión se desplaza -en un plano banal- hacia la afirmación de Barthes: se cuenta el contar. Lejos de un styling rebuscado, de pretenciosos marcos metanarrativos, la novela se concibe como una gran resaca, la metáfora más exacta para definir la desorientación, la superposición grotesca de escenarios narrativos, las confabulaciones sectarias y las conspiraciones pynchonianas, ya sean del sistema postal o de El colmillo dorado.
« -Seguramente es verdad -dijo Doc-, pero uno no siempre puede culpar a los zombis de su estado, no es como si hubiera asesores de orientación laboral que anduvieran por ahí diciendo: "Eh, chico, ¿te has planteado alguna vez tus oportunidades profesionales con los no muertos?"» (Vicio propio, Thomas Pynchon)

12.19.2011

el entusiasmo por los acontecimientos y su represión




UdG, 16-12-11. Visita d'Artur Mas a la Universitat de Girona

«Pensamos solamente en lo que significa la incertidumbre de una insurrección; la espera ansiosa del éxito o fracaso de una manifestación. (...) Sí, el tiempo real de la verdadera política es el presente, la intensidad excepcional que otorga al presente el no encontrarse más en el surco de las costumbres, de los pequeños goces y rivalidades secundarias en las que la vida se atasca tal y como el Estado lo estima. La pasión de la política no tiene por afecto la representación llamada "utópica" de un porvenir glorioso. Al contrario, su afecto se relaciona con los eventos imprevisibles, la mágica estupefacción de que haya tenido lugar este o aquel encuentro improbable, de que esta o aquella consigna haya sido encontrada, en una lengua a la vez dura y clara, con ocasión de una reunión improvisada. »
(Alain Badiou, El ardor revolucionario es el entusiasmo por los acontecimientos)

12.11.2011

el verdadero heroísmo: hastío, hiperconsciencia y angustia en El rey pálido

Siempre he confesado mis extraordinarias dificultades para escribir acerca de aquellos autores que más me fascinan, lo cual quizá se deba -como escribe Pola Oloixarac- a lo difícil que es «disociar sensatez y sentimiento ante un contemporáneo, aún más si el contemporáneo en cuestión nos parece primo de alguna especie secundaria de Tyranosaurus Rex». Escribir sobre El rey pálido, la novela póstuma de David Foster Wallace, constituye para mí una traviesa tentación a la vez que una inveterada incertidumbre. Hasta aquí la captatio 
                                                            *
            El rey pálido es la caja negra que nos ha legado DFW, pues en ella se recogen las principales trazas de toda su obra anterior: transitando por su claustrofóbico monólogo accedemos a las galerías de un excéntrico laberinto narrativo que nos remite incesantemente a lugares conocidos. Desde las hilarantes conversaciones de Entrevistas breves con hombres repulsivos a las recursividad psicológica que encontrábamos en La persona deprimida o El neón de siempre. La profusión de escenas breves cargadas de un ludismo exacerbado se combinan con pasajes superpoblados de datos intrascendentes, mastodónticas construcciones e infinitas descripciones anodinas que nos transmiten ese significado prístino, primigenio del aburrimiento que DFW parece vanagloriar: ab horrere.

            La principal aportación del libro al conjunto de sus escritos es la entronización del aburrimiento como anatema estético. Si bien estaba ya prefigurado en algunos pasajes de La broma infinita (por ejemplo, en las exasperantes y bellas descripciones de las reglas del Escatón) aquí DFW explicita ese paso, y se propone como objetivo programático la construcción de un universo diegético propicio: sitúa la acción en la Agencia Tributaria de Peoria, molde preeminente de un espacio burocrático y anhedonico.
            El tedio, el hastío, la reproducción obsesiva y mecánica de lo mismo. En una perversa inversión de lo que disertara Montaigne, lo natural es aquello normal, la ordinario, lo inadvertido. Haciendo una transposición ideológica, podemos entender el tedio como una forma de angustia existencial: a diferencia del miedo, la angustia no requiere de un objeto, no nace de la consciencia o  la autonconsciencia, sino de la hiperconsciencia. Esta forma de suifagia, ese "tragarse a uno mismo" se revela en los pensamientos hipertróficos de los personajes, en su confrontación con la mirada del otro.
            No es mi pretensión leer en clave existencialista El rey pálido, pues no hay en él propiamente angustia existencial, sino cierta ominosa autocomplacencia en la angustia existencial. No en vano DFW sitúa la acción en los años 80, en el triunfo del pensamiento neoliberal de Reagan y Thatcher: asistimos a la consolidación del capitalismo posindustrial iniciado en los sesenta, la concreción de una nueva epistemología del yo[1] que invita a la creatividad humana a la vez que impone el yugo de la optimización, a un enfriamiento de las emociones y a una emocionalización de la ideología empresarial. Sería posible descomponer los personajes de DFW en una madeja de categorías sociológicas, filosóficas y políticas, pues encarnan de un modo singular la sociedad de control psicofarmacológica, así como la aparición de un individualismo somático, el hedonismo social y la preponderancia de la publicidad como motor del deseo:
«Lo más seguro es que la cosa empiece con Rousseau y la Carta Magna y la Revolución francesa. Este énfasis en el hombre como individuo y en los derechos y prerrogativas del individuo en lugar de sus responsabilidades. Pero luego vienen las corporaciones y el marketing y la publicidad y la creación  de deseo y de la necesidad de alimentar la producción frenética, y esa manera en que la publicidad y el marketing modernos seducen al individuo complaciendo los pequeños engaños mentales con los que desviamos el horror de la pequeñez y la transitoriedad personales, permitiendo la ilusión de que el individuo es el centro del universo y es lo más importante que existe; me refiero a individuo individual, al tipo pequeño que mira la tele o escucha la radio o hojea una revista satinada o mira una valla publicitaria o entra en contacto de cualquiera de un millón de maneras distintas con la gran mentira de Burson-Marsteller o de Saatchi&Saatchi, el hecho de que él es el árbol, de que su responsabilidad primera es para con su propia felicidad, de que todos los demás no son más que una enorme masa gris y abstracta y de que su vida entera depende de destacarse de ellos, de ser un individuo, de ser feliz[2]
            No me abocaré a semejante extrapolación, aunque es interesante ver como DFW se acerca a esta situación, pues la denuncia sistemática del estado de cosas es la tónica predominante de toda la literatura posmoderna de la cual los escritos de DFW pretenden ser una asimilación y superación. Así, el sarcasmo y la ironía aparecen como paradójica punta de lanza de su estética. Juan Francisco Ferré en Mimesis y simulacro, analiza su obra desde esta coyuntura: «Primer bucle de W: cómo abandonar el uso constante de la ironía, propio de la cultura pop, sin renunciar a los beneficios terapéuticos de la misma. Cómo construir una alternativa creíble, de vanguardia o avanzada, a las imposiciones irónicas o metairónicas de la cultura mayoritaria sin producir una regresión cultural y literaria ni dar la razón a los críticos conservadores que se complacen con el éxito de cualquier anacronismo estético[3]
            Este bucle del que habla Ferré se jugaría a nivel estético: la innovación -fundamento clave del capitalismo avanzado- frente a la obliteración (y las contradicciones culturales derivadas) conservando la ironía como único chivo expiatorio. Si nos acogemos a la interpretación marxista del posmodernismo realizada por Jameson, vemos como éste trata de comprender los acontecimientos culturales a partir de las formas de actividad económica: para Jameson todo texto es fundamentalmente una fantasía política que articula de forma contradictoria las relaciones sociales reales y potenciales que constituyen a los individuos en una economía concreta.[4]  
                                                                                    
                La cuestión es, entonces, comprobar de qué modo DFW se sitúa en un interregno en que asimila la ironía posmoderna para con la sociedad a la vez que antepone una distancia crítica hacia esa percepción. ¿Es la entronización del tedio como anatema estético una marca de voluntad regresiva? ¿O es, más bien, otra vuelta de tuerca a la ironía posmoderna, llevando el bucle estético y cultural al límite?
            En suma, podemos entender El rey pálido como historia radicalmente concentrada de la era posindustrial: una suerte de Fenomenología del espíritu hegeliana, donde la razón posmoderna deviene hiperconsciente. La paradójica relación con la ironía, la toma de consciencia lingüística, el retrato de una sociedad psicofarmacológica y una cultura subyugada a la economía, redundan en la insurrección del tedio, el hastío, el aburrimiento; ese constreñimiento de los cuerpos por las almas que invita al "verdadero heroísmo":
«el verdadero heroísmo es incompatible a priori con el público o con los aplausos o incluso con la mera atención del hombre de la calle. De hecho -dijo-, como menos convencionalmente heroico o emocionante o llamativo o incluso interesante o cautivador parece ser un trabajo, mayor es su potencial para convertirse en escenario del heroísmo verdadero»[5].



[1] Me refiero aquí a la aparición de un ethos terapéutico producto de los discursos de la psicología clásica, el psicoanálisis, la literatura de autoayuda y new age, el cine, la televisión etc. Esta tesis es defendida por la socióloga Eva Illouz, y parece ser respaldada por las concepciones biopolíticas de autores como Nikolas Rose.  
[2] Foster Wallace, D; El rey pálido. Modadori, Barcelona, 2011. Pàg. 157.
[3] Ferré, J; Mimesis y simulacro, e.d.a libros, Málaga, 2011, pág. 270.
[4] Jameson, F; La estética geopolítica.
[5] Foster Wallace, D; El rey pálido. Pàg. 241